Venid, aclamemos al Señor,
demos vítores a la Roca que nos salva;
entremos a su presencia dándole gracias, aclamándolo con cantos.
Porque el Señor es un Dios grande,
soberano de todos los dioses:
tiene en su mano las simas de la tierra,
son suyas las cumbres de los montes;
suyo es el mar, porque él lo hizo,
la tierra firme que modelaron sus manos.
(Salmo 94)
Este Salmo manifiesta algo en lo que todos los comentaristas están de acuerdo, es una «invitación a la oración», de hecho, es el Salmo que la Iglesia ha escogido como «invitatorio», la llamada a la oración de todos los días, de la Iglesia orante, en la Liturgia de las Horas. Consideremos este Salmo como una inspiración del Espíritu Santo para venir a su presencia real en el Santísimo Sacramento, porque la alabanza y la adoración, también son formas de oración a la que este Salmo nos llama. Lógicamente analizado, el el Salmo contiene una poderosa invitación a la oración, menciona los títulos del Señor por los que merece nuestra adoración, una serie de acciones que puede comprender nuestra adoración y su presencia en todo lo creado.
¡Venid! Es una llamada imperiosa, del Espíritu Santo al salmista que él recoge con su Salmo.
¡Venid! Significa sin retraso, sin demora, deja lo que estés haciendo, sal de casa, abandona tus absurdas tareas y preocupaciones, para que puedas atender esta llamada a la oración. Porque ésta debería ser la única tarea de nuestra vida, aunque precisemos de todo lo demás, pero sepamos jerarquizar el orden, establecer los tiempos.
¡Venid! Al Señor, al comienzo del día, antes de enfrentarte al resto de tus tareas y de tus preocupaciones, para que ellas no sean capaces de absorberte el día, para que tengas la seguridad de que el Señor te acompaña.
¡Venid! Al Señor, a la tarde, porque tu día es finito pero el Señor es eterno, y de la pobreza de tus acciones de hoy es de lo que tienes que informar, como un siervo a su patrón, pero que es un Señor bueno.
¡Venid! Al Señor, en la noche, para que él vele tu sueño, para que te proteja y te guarde. En toda circunstancia, de todo rincón de a tierra, de cualquier parte, sólo se oye una palabra ¡Venid!
¡Venid! Vayamos a la presencia del Señor, buscando su santo rostro… ¿Pero por qué tendría que sernos necesarios ir a su presencia? ¿Acaso no está el Señor presente en todas las cosas y en todas partes? ¿No está acaso en nosotros, más cerca de nosotros que nosotros mismos, que hasta podemos afirmar que «en el Señor vivimos, nos movemos y existimos»? (Hechos 17,28) ¿Acaso no le vemos en la belleza de todas sus criaturas, en todo cuanto existe, en todo ser que alienta? Pero esto no basta, como el amado no se conforma con un retrato de su amada ¡Ah, Señor, si tuvieras un rostro humano, que pudiéramos ver y reconocer, que impresionara en nuestra mente el recuerdo de esa imagen!
María Emilia Riquelme supo ver ese rostro en el Señor-Eucaristía, y lo expresó con estas bellas palabras (Pensamientos, n°30) que son más una oración:
Hermoso rostro que predica muy alto el amor. Yo te prefiero a todo lo deleitable del cielo y de la tierra; yo quiero por tu amor asemejarme a Ti; yo detesto cuanto de Ti me aparte. Corta, rasga, quema cuanto a tu misericordia plazca; pero, no me dejes sin Ti ni un solo instante, y recíbeme en tu celestial aprisco el día de mi partida. Que yo no te ofenda ni te deje, ni por mi propia miseria deje de manifestar tu gloria.
Y hablando de rostros, comentemos la foto, mirad el rostro de alegría de esa niña… Mirad el rostro del sacerdote que porta la custodia ¡parece que no tiene cabeza! pero es hermoso, porque su rostro lo tapa el hermoso rostro, del Señor-Eucaristía, y camina, gracias al sacerdote que lo porta, «qué hermosos son los pies del mensajero» (Salmo 52,7), ya sólo nos queda decirle al Señor «que quien me mire te vea».