Lucas 19,41-44 Jueves, 19 de Noviembre de 2020
En aquel tiempo, al acercarse Jesús a Jerusalén y ver la ciudad, lloró sobre ella, mientras decía:
“Si reconocieras tú también en este día lo que conduce a la paz! Pero ahora está escondido a tus ojos. Pues vendrán días sobre ti en que tus enemigos te rodearán de trincheras, te sitiarán, apretarán el cerco de todos lados, te arrasarán con tus hijos dentro, y no dejarán piedra sobre piedra. Porque no reconociste el tiempo de tu visita”.
Pongamos primero el Evangelio de hoy en su contexto: Unos versículos antes se ha iniciado la gozosa procesión de entrada del Señor en Jerusalén, todos los presentes, echando mantos sobre el camino, llenos de alegría, vienen cantando “bendito el Rey que viene en nombre del Señor! Paz en el cielo y gloria en las alturas” (Lucas 19,38), y es en este punto, llegando a Jerusalén, cuando se domina en el horizonte toda la ciudad en perspectiva y en todo su esplendor que, rompiendo el gozo reinante, se nos dice que “el Señor lloró sobre ella” (Lucas 19,41).
Aunque el evangelista Lucas nos da la razón del por qué de esta tristeza repentina del Señor, la ruina futura de Jerusalén, evidentemente no podemos darlo por cierto, no en su sentido literal, porque lo que está haciendo el evangelista Lucas en este pasaje es recurrir al artificio literario de hacer una “profecía autocumplida” con fines catequéticos, de cara a sus lectores judíos. Tengamos en cuenta que Jerusalén fue asaltada y destruida por los romanos, Templo incluido, en el año 70 DC, mientras que el Evangelio de Lucas, por muy temprano que queramos datarlo, no se puede fechar antes de los años 70-80 DC, por lo que Lucas escribe cuando el acontecimiento de la ruina de Jerusalén y la destrucción del Templo ya habían acontecido, de ahí el nombre de “profecía autocumplida”, es decir, el Señor no está profetizando, en modo alguno, la destrucción de Jerusalén, pero el evangelista se vale de este dato histórico que ya conoce para dar una catequesis al pueblo judío “el Señor, el Mesías, anunciado, esperado por vuestros profetas, ya estuvo entre vosotros, la Palabra del Señor se ha cumplido, y en vuestra ceguera, no quisisteis daros cuenta” lo que explica las palabras del Señor “porque no reconociste el tiempo de tu visita” (Lucas 19,44).
Pero esto no nos impide sacar provecho al Evangelio de hoy, porque lo cierto es que, “el Señor lloró” (Lucas 19,41) sobre la ruina de Jerusalén. Pero… ¿Sólo por la ruina de Jerusalén? Fijémonos en los motivos de este llanto del Señor, en su empatía con una ciudad que va a ser “asediada por sus enemigos, rodeada de trincheras, sitiada, cercada por todos lados, arrastrada con sus hijos dentro” (Cfr. Lucas 19,43-44) Una vez más no dista mucho del panorama de Granada, Madrid, Barcelona, Cáceres, Pamplona, Palma de Mallorca (en España), Medellín, El Dovio, El Espinal, Ríoblanco, El Choco (en Colombia), Alagoinhias, Boquira, Brasilia, Salvador, Tubarão (en Brasil), Gueifães, Viana do Castelo (en Portugal), La Paz, Huajchila, Beni, Cochabamba (en Bolivia), Luanda (en Angola), Bridgeport. Lowell, California (en USA), Tijuana, Guadalajara, Magdalena (en México) y Baseco (en Filipinas), por citar las casas de la familia MISSAMI, y cualesquiera otras ciudades del mundo, por esta situación actual de la pandemia del Covid19:
En efecto, nuestras ciudades se encuentran cercadas, no podemos salir, ni entrar en ellas; cerrados sus comercios, sus escuelas, sus iglesias, sus lugares de reunión, sus lugares de cultura; todo ello aumenta la angustia y el estrés de sus habitantes; sitiada por un enemigo invisible, al que le ponemos nombre para poder, en cierta manera, objetivar la amenaza que nos acecha, llámese Covid19, coronavirus, o como yo lo llamo, desde la segunda oleada, simplemente “el bicho”. María Emilia Riquelme refiere, por ejemplo, la terrible epidemia de gripe del año 1918, y no oculta, tampoco ella, que las autoridades no lo están haciendo bien “¿Habéis recibido mi telegrama? Hoy estoy más tranquila, en Barcelona están de aquello que dije, bien todas, menos claro, Victoria tiene mucha fiebre, cuarenta grados y se calla, aunque está mejor, pobre infeliz, ¿qué va a decir ella?, pero sufro mucho, dicen, es tanta la gripe que allí hay que las autoridades entierran de noche para que el público no se entere, figuráos, y tengo allí veintidós hijas y una ya con gripe, Victoria ¡Ay mi Jesús, qué horror!” (Carta, Granada, 10 de Octubre de 1918).
Pero sepamos que, por encima de todas estas circunstancias adversas, el Señor llora por ellas, porque el Señor es un “Dios de vivos, no de muertos” (Marcos 12,27) al que “le duele mucho la muerte de sus hijos” (Salmo 116,15), por eso se hace del todo preciso y necesario, por no decir imprescindible, que nosotros mismos reproduzcamos, en las actuales circunstancias, esta empatía y este dolor del Señor por todo cuanto está sucediendo, para que el resto de nuestros amigos, familiares, hermanos de comunidad, compañeros de trabajo, conciudadanos, no sucumban a la desesperación, la angustia o la falta de esperanza… Que todos los que se acerquen a nosotros se valgan de nuestra luz, que no es otra que la del Señor, seamos como Juan Bautista “testimonio de la luz, a fin de que todos crean, pues aunque no somos la luz, tenemos que dar testimonio de esta luz, que es la luz verdadera, que alumbra a todos los hombres” (Cfr. Juan 1,7-9) y sean capaces de reconocer en nosotros esta luz, que no es otra que el Señor, y éste glorioso y resucitado, fuente de nuestra paz, de nuestra esperanza y de nuestra alegría, donde encuentran su descanso los agobiados y los cansados, aún en medio de estas circunstancias, no vaya a ser que, por nuestra culpa, todas estas personas también pierdan el tiempo de su visitación (como le pasó a Jerusalén). Nadie que se acerque a nosotros, en este tiempo, puede irse más angustiado, decepcionado, triste o preocupado, que antes de encontrarse con nosotros, ahora estamos llamados a dar vida al mandato del Señor que nos dice “consolad, consolad a mi pueblo; habladle con cariño y decidle que esta pena ha pasado porque ¡Aquí está el Señor! Llega con poder, sometiéndolo todo con la fuerza de su brazo. Trae a su pueblo después de haberlo rescatado. Viene como un pastor que cuida su rebaño” (Cfr. Isaías 40,1.9-11).
Los judíos, en su ceguera, no sólo no supieron ver al Señor, al Mesías anunciado por sus propios profetas, peor aún, en ese racionalismo legalista que les pierde ¡pese a tantos milenios de confesión del Dios uno y verdadero! incluso después de la destrucción de Jerusalén, lejos de empatizar con el luto y el duelo de toda una nación ¡se ponen a teorizar sobre las causas! Hay un pasaje del Talmud (colección de sentencias de rabinos antiguos) en las que un grupo de rabinos razonan de la siguiente manera (Talmud, Bab. Sabbat, folio 119. 2):
Dijo el rabino Abai “Jerusalén no fue destruida, sino porque profanaron el sábado, como se dice -de mis sábados apartaron sus ojos-» (Ezequiel 22,26). Dijo el rabino Abhu “Jerusalén no fue destruida, sino porque dejaron de recitar el «Shemá, Israel” cada mañana y por la tarde, como está mandado” (Isaías 5,11) Dijo el rabino Hamenuna “Jerusalén no fue destruida, sino porque cesaron en ella los alumnos de la escuela de Rabban, como dice Jeremías” (Jeremías 6,11) Dijo el rabino Ula “Jerusalén no fue destruida, sino porque no hubo vergüenza entre ellos, como se dice en Jeremías” (Jeremías 6,15). Dijo el rabino Isaac “Jerusalén no fue destruida, sino porque pequeños y grandes fueron puestos al mismo nivel, como se dice en Isaías” (Isaías 24,2). Dijo el rabino Amram, hijo del rabino R. Simeon bar Aba “Jerusalén no fue destruida, sino porque no se reprendieron unos a otros como se dice en las lamentaciones de Jeremías” (Lamentaciones 1,6) Dijo el rabino Judá “Jerusalén no fue destruida, sino porque despreciaron a los discípulos de los sabios, como se dice en nuestra historia” (2 Crónicas 36,16) .
Es como si nosotros, en las actuales circunstancias, lejos de empatizar y tener compasión, llorar y tener compasión por esta situación que nos ha tocado vivir, nos dedicáramos de la misma manera a buscar excusas “no es que el coronavirus se haya descontrolado, sino porque nuestros políticos son unos inútiles”, “no es porque el coronavirus no tenga tratamiento, sino porque los jóvenes son unos irresponsables”, “no es porque el coronavirus sea un invento de los chinos, sino porque Dios nos ha castigado”… ¡No, no y no, nosotros no podemos ser así…! En las actuales circunstancias sólo podemos decir y hacer, como nos enseñó la propia María Emilia Riquelme, “¡Amén, Aleluya!” (Carta, 21 de Agosto de 1910). Nosotros, bajo ningún concepto podemos dejarnos imbuir de esta desesperanza, pesimismo y angustia asfixiante que nos rodea, ni mucho menos buscar responsables o juzgar la situación, nosotros tenemos que ser “misioneros de esperanza, heraldos del aleluya” ¡Aleluya, Aleluya!, hijas mías, Jesús ha resucitado y a una nueva vida quiero yo resuciten mis hijas. (Carta, Barcelona, 10 de Abril de 1914).
Porque el Señor lloró sobre Jerusalén, pero acto seguido, volvió a azuzar al burro que le portaba y se reanudaron los cantos “¡Hosanna, al hijo de David, bendito el que viene, en nombre del Señor!” (Mateo 21,9), caminando con paso firme hacia su tarea, que no era otra que su pasión y muerte, un momento duro, para llorar de nuevo, para sudar sangre, breve aunque intenso, tanto para estar a punto de flaquear “¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?” (Mateo 27,46), para una pausa de tres días, y resucitar, en su Gloria, en su poder, en su esperanza sin límite, porque éste es el saludo del resucitado “¡Paz a vosotros!”.
Tenemos la obligación de llorar, empatizar con todo este dolor, tener compasión (que no es otra cosa que “padecer con”), sentir todo el dolor de nuestras ciudades, como muy bien expresa Jeremías cuando dice “¡cómo me duele la herida de la doncella de mi pueblo!” (Cfr. Jeremías 14,17), o la propia María Emilia Riquelme a sus hijas durante la gripe de 1918 “quizá no entendáis estos garabatos, es que escribo con mucha pena” (Carta, Granada, 25 de Octubre de 1918), e incluso, podemos tener el legítimo, pero momentáneo, derecho a derrumbarnos, sentirnos faltos de fuerzas en un momento dado, pero no podemos permitirnos el lujo de dejar de alabar, de cantar, de dar gracias a Dios, porque, como dice el Salmo “el Señor habita en la alabanza de su pueblo”, como cantó Israel al borde del Mar Rojo, teniendo a los soldados de faraón persiguiéndoles por detrás, y los acantilados y la inmensidad del mar por delante “mi fuerza y mi poder es el Señor, él es mi salvación” (Cfr. Éxodo 15,2).
Asistamos a un enfermo con una esperanza que transcienda su cama, que se dé cuenta de que no es una carga, sino una oportunidad para servirle, para amarle “las enfermas tened prudencia y caridad con las sanas, que si no todas enfermaréis, y las sanas mirad a vuestras hermanitas enfermas y pensemos todas que lo que hacemos con nuestras hermanas harán con nosotras” (Carta, Granada, 18 de Octubre de 1918); demos limosna a cualquier pobre de la calle tocando su mano, acariciándola, sonriendo de oreja a oreja; cojamos el teléfono para llamar a alguien, porque sí, pero para darle buenas noticias, las que sean ¡siempre hay una buena noticia que compartir!; y si no que esa llamada de teléfono sirva para hacernos cercanos, pese a la distancia “preguntad diariamente como están todos en casa de salud, hasta que termine esta epidemia” (Carta, Granada, 16 de Octubre de 1918); celebremos la Eucaristía y Adoremos al Santísimo “no dejéis, tanto que podáis, los rezos y las adoraciones, sed buenas delante de Dios, esto es lo más urgente” (Carta, Granada, 26 de Octubre de 1918), de tal forma que nosotros mismos irradiemos luz a nuestro alrededor; vayamos a trabajar siendo la alegría de la oficina, redoblando el esfuerzo, formando equipo; demos a la cajera de nuestro supermercado, a la limpiadora de nuestro portal, al cartero de nuestro barrio, al médico y enfermera de nuestro ambulatorio, a nuestro párroco y a los religiosos, a los maestros de nuestros hijos, a los miembros de la policía, un profundo y sentido gracias ¡gracias!, porque ellos también tienen miedo por tener que seguir realizando su labor, pero están ahí para servirnos ¡gracias por ello!; y hasta nuestras mascotas y animales -quien los tenga- tienen que sentir, por nuestra parte, que nada malo sucede, porque sin ellos tampoco hay esperanza para la creación “que también gime como con dolores de parto esperando su redención” (Cfr. Romanos 8,22); María Emilia Riquelme lloró por sus religiosas fallecidas durante la epidemia de gripe de 1918, pagó y costeó, a expensas de otros gastos, con mucha economía y esfuerzo, personal y congregacional, los médicos que hicieron falta para atender a las enfermas, tocó a muchas puertas e importunó a mucha gente buscando medicinas, sanatorios o recomendaciones, también vio desfilar los ataúdes de sus hijas sin poderlas acompañar al cementerio por las restricciones de las autoridades, ella misma estuvo enferma “ayer ya no pude resistir y estuve malilla, pero, vamos, no pensemos en mí” (Carta, Granada, 27 de Octubre de 1918), por todo ello, la ennoblece aún más y nadie podrá tacharla de frívola si, además, todavía tenía entrañas de misericordia para acordarse y preocuparse hasta por el perro del convento “no sabéis qué bien está el perro, casi siempre está con nosotras, contentísimo, tiene su cajón cómodo para dormir y yo lo suelo tapar con una manta” (Carta, Granada, 29 de Octubre de 1918); porque sólo obrando de esta manera es que la gente puede darse cuenta de que el Señor está entre ellos, que no los ha abandonado en este trance, en resumidas cuentas, que su visitación no se ha perdido, porque en todo ello, sabemos que él se hace presente “ya veréis, pronto quizá llegue y Jesús Sacramentado arreglará todo” (Carta, Granada, 25 de Octubre de 1918).