Marcos 6,7-13 Jueves, 4 de Febrero de 2021
En aquel tiempo, llamó Jesús a los doce y los fue enviando de dos en dos, dándoles autoridad sobre los espíritus inmundos. Les encargó que llevaran para el camino un bastón y nada más, pero ni pan, ni alforja, ni dinero suelto en la faja; que llevasen sandalias, pero no una túnica de repuesto.
Y añadió: “Quedaos en la casa donde entréis, hasta que os vayáis de aquel sitio. Y si un lugar no os recibe ni os escucha, al marcharos sacudíos el polvo de los pies, para probar su culpa”.
Ellos salieron a predicar la conversión, echaban muchos demonios, ungían con aceite a muchos enfermos y los curaban.
El Evangelio de hoy nos trae el relato del envío de los discípulos a evangelizar, aún en vida del propio Señor. Hay un motivo lógico para ello, el Señor sabe que encarnado humanamente está limitado en el espacio: Evidentemente, solo puede estar en un lugar a la vez. También sabe que su tiempo es limitado, porque conoce la terrible situación en la que se encuentra, y el evangelio nos lo recuerda en varias ocasiones “los jefes de los sacerdotes y todo el Sanedrín andaban buscando alguna prueba para condenar a muerte a Jesús” (Marcos 14,55). De la misma manera, siendo coherentes con las parábolas del Reino que había expuesto, si su Reino debía comenzar a crecer y extenderse, era necesario ponerse a ello. Debido a que el Señor es hombre, este envío de los discípulos forma parte del significado más profundo de la Encarnación: El Señor ciertamente redime a la humanidad, pero no puede hacerlo al margen de aquellos a quienes ha venido a redimir, sino a través de ellos.
Sin embargo, siempre que escuchamos este pasaje del Evangelio corremos el peligro de desconectar automáticamente de lo que el Señor nos está pidiendo. Me explico. Es verdad que la lectura de este Evangelio, por ejemplo, motivó la conversión repentina y el cambio de actitud de un joven, rico y disoluto, llamado Francisco de Asís, lo cuenta de la siguiente manera su biografía:
Pero cierto día se leía en esta iglesia el Evangelio que narra cómo el Señor había enviado a sus discípulos a predicar; presente allí el santo de Dios, no comprendió perfectamente las palabras evangélicas; terminada la misa, pidió humildemente al sacerdote que le explicase el evangelio. Como el sacerdote le fuese explicando todo ordenadamente, al oír Francisco que los discípulos de Cristo no debían poseer ni oro, ni plata, ni dinero; ni llevar para el camino alforja, ni bolsa, ni pan, ni bastón; ni tener calzado, ni dos túnicas, sino predicar el reino de Dios y la penitencia, al instante, saltando de gozo, lleno del Espíritu del Señor, exclamó: “Esto es lo que yo quiero, esto es lo que yo busco, esto es lo que en lo más íntimo del corazón anhelo poner en práctica”. Rebosando de alegría, se apresura inmediatamente el santo padre a cumplir la doctrina saludable que acaba de escuchar; no admite dilación alguna en comenzar a cumplir con devoción lo que ha oído. Al punto desata el calzado de sus pies, echa por tierra el bastón y, gozoso con una túnica, se pone una cuerda en lugar de la correa. (“Vida primera de Francisco”, Celano, IX.22).
Pero nosotros no somos San Francisco de Asís, ni estamos en las mismas condiciones socioculturales de la Israel del Siglo I, ni de la Italia del medievo, y entonces comenzamos a divagar en nuestra mente sobre el Evangelio de hoy ¡Pero yo no soy puedo ser un predicador itinerante! ¡No tengo una túnica, ni un cinturón, ni un bolso, y mi último par de zapatillas de deporte se han gastado y todavía no he tenido la oportunidad de reemplazarlas!
No puedo evitar esbozar una sonrisa lanzando todas estas preguntas al aire, acordándome de la propia María Emilia Riquelme, también ella, en un primer arrebato de pobreza literal, como hiciera San Francisco de Asís, tuvo que vérselas con la aplicación del Evangelio de hoy, aunque su caballo de batalla fueron ¡las dichosas sandalias! Sabemos, por sus cartas, que al principio las religiosas iban descalzas por la casa, fuente de constantes enfriamientos y resfriados, que para esta norma sólo tenían excusa las enfermas, y aún había quien estando enferma seguía sin usarlas, por falsa humildad, que María Emilia les regaña diciendo “ponerse enferma, casi queriendo, por no pedir sandalias. Si vierais lo mal que hacéis con eso” (Carta, Granada, 25 de Septiembre de 1902), por supuesto, en la calle, se iba calzada con sandalias; otras veces, esta fidelidad al mandato del Señor “que sólo llevasen sandalias” (Marcos 6,9) causaba más de un engorro, padecido por ella misma “en Baeza tuvimos que bajarnos entre dos trenes, yo con miedo, oscurísimo todo, llenas de agua y barro hasta los tobillos. La ropa enfangada y lo de siempre, las sandalias… una se me rompió y… figuraos, la mar. La pobre Emilia lloraba, pero hijas, os lo aseguro, he gozado hoy por primera vez de verme tan pobre” (Carta, Madrid, 29 de Noviembre de 1904).
Ciertamente estos pequeños detalles del envío misionero del Señor a sus discípulos nos son muy lejanos en el tiempo, y otras veces no nos son directamente aplicables. Pero ello no puede imposibilitar que oscurezcan en nosotros las exigencias de ser testigos del Señor, de extender su Reino que sí que están destinados a nosotros.
¿Se supone que debemos salir sin llevar nada más que un bastón y sandalias? Evidentemente es que no. ¿Pero se supone que debemos salir de nuestra zona de confort para anunciar al Señor? ¡Absolutamente que sí! ¿Se supone que debemos salir de dos en dos y arriesgarnos a ser confundidos con los pesaditos de los mormones o los “Testigos de Jehová”? No necesariamente, y sin embargo, hay una gran sabiduría en ello, porque cualquier tarea que emprendamos, siempre será mejor hacerla en compañía, en grupo, en equipo, lo advierte también la escritura en otro lugar “más pueden dos que uno solo, pues obtienen mayor ganancia de su esfuerzo. Pues si cayeren, el uno levantará a su compañero; pero… ¡Ay del que solo se cae, que no tiene quien lo levante! Si dos se acuestan juntos se dan calor; pero uno solo… ¿cómo se calentará? Si atacan a uno, los dos harán pueden defenderse” (Eclesiastés 4, 9-11). ¿Se supone que tenemos la capacidad de expulsar demonios y sanar a los enfermos? La mayoría de nosotros no lo hacemos, que no quiere decir que sea imposible, aunque demostraros esto excedería de las dimensiones de este comentario. Y así, nos vamos embrollando mentalmente con las conclusiones de este Evangelio de hoy.
Entonces… ¿Qué se supone que debemos hacer?
Sabemos, y no sólo por el Evangelio de hoy, sin necesidad de salirnos del Evangelio de Marcos, que el Señor nos ha ordenado, a todos los bautizados “Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación” (Marcos 16,15). Sabemos que tenemos la obligación de predicar y anunciar al Señor “tanto a tiempo como a destiempo” (2 Timoteo 4,2), que es tanto como dirían los modernos 24/7, es decir, veinticuatro horas al día, siete días de la semana. Y, por supuesto, tenemos que estar siempre dispuestos para sanar los cuerpos, y las almas, de quienes nos rodean utilizando cualquier tecnología y habilidades que Dios nos haya dado, valgan tanto las medicinas y los medios humanos, como el consuelo, la esperanza, la empatía, la escucha, la cercanía, la mano tendida, para todas las dolencias del espíritu.
Por tanto, no nos escudemos en la extrañeza que nos causan estas instrucciones del Señor a sus discípulos en el Evangelio de hoy, para intentar escurrir el bulto, disimulando, e intentar eximirnos de nuestra obligación de obedecer al Señor en lo más básico, que es ser sus testigos. Y ya que antes traje como ejemplo la cabezonería de María Emilia con lo de ir descalzas y las sandalias, ella misma también tuvo que experimentar esta conversión de la literalidad de la letra, aunque fuese bienintencionada, al espíritu de la misma, y le sucedió en Roma, mientras estaba gestionando la aprobación vaticana de la Congregación y lo cuenta ella, con su gracejo de siempre, que al final ha entendido que no se trata tanto del tenor literal del Evangelio, como de ser fieles a lo que supone que de verdad es ser religiosos y dar testimonio del Señor “el Cardenal Vives manda, insiste con fuerza, que se elimine “nuestra descalcés”; le he dicho que “es sólo en casa” pero insiste “que no” (…) Yo creo que la Santa Sede está irritada con estas modas asquerosas y ahora todo es poco (como debe ser) para guardar la más completa pureza y delicadeza y respeto en las religiosas. Así que, respecto de nosotras deberemos volver a nuestras alpargatas de siempre” (Carta, Roma, 7 de Julio de 1912).
Teniendo una mejor comprensión este pasaje, ya sólo cabe preguntarnos… ¿A qué estamos esperando? ¡No tenemos excusa para no salir hoy mismo, ya, y anunciar al Señor!