Lucas 9,7-9 Jueves, 24 de Septiembre de 2020
En aquel tiempo, se enteró el tetrarca Herodes de todo lo que pasaba, y estaba perplejo; porque unos decían que Juan había resucitado de entre los muertos; otros, que Elías se había aparecido; y otros, que uno de los antiguos profetas había resucitado. Herodes dijo: «A Juan, le decapité yo. ¿Quién es, pues, éste de quien oigo tales cosas?». Y deseaba verle.
La clave del Evangelio de hoy la tenemos en la frase del evangelista que sentencia la actitud y sentimientos de Herodes hacia el Señor “deseaba verle” (Lucas 9,9), porque no nos engañemos, la única motivación que tenía Herodes para encontrarse con el Señor era la mera curiosidad ¡Si, algo tan básico como la mera curiosidad! Y, si nos atenemos al Evangelio de Lucas, esta pasaje tiene lugar inmediatamente después del envío de los discípulos por Galilea (la zona de influencia de Herodes), es decir, apenas comenzada la misión del Señor, pero ciertamente que Herodes no pudo ver satisfecha su curiosidad hasta mucho tiempo después, cuando el Señor ya estaba apresado y Pilatos, en un intento de desembarazarse del “problema nazareno” se lo remitió para quitárselo del medio “al enterarse de que era Galileo, se lo remitió a Herodes por ser de su jurisdicción” (Cfr. Lucas 23,6). Y en este encuentro, no le importaba mucho a Herodes la problemática política, o religiosa, que habían llevado a aquel condenado a su presencia, sino que su motivación no había cambiado nada “simple y morbosa curiosidad”, Lucas nos dice que “Herodes esperaba que le hiciera signos, y le hizo muchas preguntas, pero nada” (Cfr. Lucas 23,8-9). Herodes tenía, respecto del Señor, el mismo trato que cualquiera de los fans pudieran tener, hoy en día, con cualquiera de sus ídolos, sólo quedarse en lo inmediato, en lo evidente, en lo espectacular, para nada conocer a la persona, sus sentimientos, sus motivaciones, dicho de otra manera, su fondo.
Muchas veces he pensado, uniéndolo con esta curiosidad malsana de Herodes, si a nosotros no nos pasará lo mismo, un poco, con los santos y los beatos. Me explico. Pienso en Fray Leopoldo, conociendo su vida, de pobre limosnero, que se gastó literalmente la vista y los pies, recorriendo Granada y pueblos aledaños, pidiendo limosna, y que no tenía más palabra para los necesitados, agobiados o preocupados, por cualquier tema, que le pedían consuelo, que rezar sencillamente “tres avemarías”, y me lo imagino esbozando una sonrisa al comprobar que, en la actualidad, ahora hay ¡hasta imanes de nevera con su cara! Si cada persona que ahora visita su tumba, cada 9 de Febrero, en Granada, con esas colas de autocares y peregrinos, le hubieran dado una peseta en sus tiempos ¡no habrían quedado pobres en Granada sin atender! Eso es lo que nos pasa, que somos un poco Herodes, la persona del frailecillo seguro que pasó desapercibida a muchos en su día, hoy todos tienen curiosidad “por ir a verle”.
A mi me pasa muchas veces lo contrario, sobretodo refiriéndome a los santos y a los beatos, que parece que voy con el paso cambiado respecto de la Iglesia; por ejemplo, se me hace muy difícil decir o escribir “San Juan Pablo II”, yo siempre digo, cuando es necesario, Juan Pablo II “a secas”, no por desmerecer el criterio de la Iglesia, que lo ha canonizado, sino por no desmerecer el cariño que yo mismo le tengo, porque prácticamente, desde 1978 a 2005, ha sido el Papa de gran parte de mi vida, por eso no me sale llamarlo “san” porque es como si el tratamiento oficial lo alejara de mí, cuando lo he tenido tan cerca y presente a lo largo de mi vida. Otro tanto, al revés, me pasaba con Teresa de Calcuta que yo decía “como Santa Teresa de Calcuta” y la gente me corregía “¡pero si no es ni beata aún!” y yo decía “¡Ah, como si lo fuera!” tan asumida tenía internamente su santidad como ejemplo de servicio, entrega y generosidad absoluta.
Con María Emilia Riquelme me pasa algo parecido (veréis que tampoco me sale el ponerle el “beata” por delante) porque ella es mi madre espiritual, no necesito llamarla beata, o santa, para que ello cambie un ápice en mí lo que siento por ella. De hecho la conocí cuando sólo era “una fundadora más”, una monja del Siglo XIX, que acaso era conocida por sus hijas, las religiosas, evidentemente, para los alumnos de sus colegios, y los territorios de misión donde se encontraban… De ella, en mis tiempos, allá por mi época de estudiante universitario, las únicas fuentes que había de ella eran “Monte Arriba”, una de sus primeras biografías, y el librito de bolsillo con la recopilación de los “pensamientos”). Pero esto me valió, como dice la canción, para “conocerla y amarla, amarla y seguirla”, y al contrario de Herodes, no tenía yo especial necesidad de milagros, ni señales (aunque como “aparcacoches” María Emilia Riquelme era única, que le regalé una estampa a un compañero de la Universidad, la puso en el salpicadero del coche, por dentro, en el parabrisas, pero mirando a la carretera ¡y desde aquel día siempre encontraba aparcamiento en cualquier sitio de Granada a la primera! –este es un milagro doméstico, que aunque es verdad, dudo mucho que tenga peso en un proceso canónico-), ni tampoco me picaba la curiosidad de saber más de ella (¡si en mis tiempos se hubiesen hecho públicas sus cartas, su epistolario, como ha sucedido mucho después, yo habría alucinado!), porque podía conocerla en su prolongación natural, en el carisma de la Congregación, en el quehacer de sus hijas, en ese “sello de la vocación eucarística” (Pensamientos, nº 96) -como le gustaba decir a ella.
Desde la beatificación, a la que no pude asistir, y que vi por televisión, y cuando me enteré ¡con más razón! que está literalmente, de cuerpo presente, en la Casa Madre de Granada, para su veneración, sí hago mías las palabras de Herodes “quiero verla”, pero cuando sea posible ¡y eso ahora parece tan lejano con la pandemia de las narices!, pero lo haré como quien va a ver a una antigua conocida, a una amiga de toda la vida, una madre, una maestra o una abuela… no porque sea beata, o santa. Dice un dicho que “cada persona que conocemos en la vida nos deja algo de sí, y se lleva consigo algo de nosotros”, que sea esta nuestra relación con los santos y los beatos, los reconocidos y los anónimos, los muertos y los vivos, porque la santidad es una cosa que se decreta “post mortem” porque ¡primero lo has tenido que ser en vida! ¿Cómo va a saber alguien de mi santidad si no me conoce, me trata y se lo demuestro día a día con mi forma de ser? ¿Cómo voy yo a saber de la santidad del panadero de mi barrio, si no le conozco, si ni siquiera sé su nombre? ¡Y eso que le compro el pan todos los días!
El Evangelio de hoy, fijándonos en esta curiosidad morbosa de Herodes, es lo que nos enseña, que aprendamos a mirar más allá de las celebridades, de los comentarios, buenos o malos, y seamos capaces de conocer a la persona… Yo ya quería a María Emilia Riquelme antes de ser beata, y ya conocía la labor, tarea y compromiso de Teresa de Calcuta o Monseñor Oscar Romero, antes de ser canonizados… y yo ya quería a mis abuelos, o a mi padre, antes de estar en el cielo, porque, no lo olvidemos, hay una fiesta que celebra la Iglesia que se llama “de todos los santos”, todos los que están en el cielo, unos “con papeles”, como Fray Leopoldo, y otros “indocumentados” -valga la metáfora- como mis abuelos, mi padre, o tanta gente que ya se fue. Aprendamos a descubrir la grandeza, la vida, las ilusiones, las esperanzas, “la chispa” de todas las personas que nos rodean… que ya habrá tiempo de comprar, llegado el caso, un imán de nevera con sus caras o una estampita… pero ya no podremos seguir tratando con ellas.