El pasado 14 de diciembre, el papa Francisco ha firmado el decreto de declaración de las virtudes heroicas de la Madre María Emilia Riquelme, fundadora de las Misioneras del Santísimo Sacramento y María Inmaculada, que fundara en Granada el 25 de marzo de 1896, congregación religiosa en la que quiso aunar la contemplación con la acción misionera, ejes de su vida.
Este documento papal significa que de Sierva de Dios pasa a ser Venerable y el próximo paso hacia la beatificación será la aprobación de un milagro, que se halla ya en fase muy avanzada de reconocimiento. Es una pancreatitis aguda en un señor de unos 39 años de Colombia.
Me alegro por sus Hijas, a las que estimo, y me alegro personalmente porque hace unos cinco años publiqué una biografía de la Madre María Emilia Riquelme (Editorial San Pablo 2010), lo que supone para el escritor un acercamiento más íntimo a la figura de la biografiada.
Nació en Granada en 1847. Su padre, Joaquín Riquelme, era un militar de bigote. Y al decir esto, quiero expresar dos cosas. Primero, que era un hombre de cuerpo entero, caballero con sentido del honor y del valor, espíritu cívico y militar, patriotismo y fervor religioso. También, como todo militar que se precie en su siglo, mostraba en su físico un bigote grande y espeso, es decir, lo que se dice un buen mostacho. Ya en su madurez, en el exilio de Lisboa, se dejará crecer la barba, lo que le dio un aspecto de profeta bíbli- co. Era alto, rubio, enérgico y a la par romántico, como buen militar de su tiempo. Un romanticismo que le llevó, tras años de viudez, a enamorarse en Sevilla de una joven viuda, amiga de María Emilia, y a declararle sus deseos de matrimonio. Todo bajo los cánones del romanticismo, aunque recibió, como no podía ser menos, calabazas de quien podía ser su hija.
Su madre, María Emilia Zayas, era la buena esposa del militar con el porte y la educación de una joven de la alta sociedad granadina.
Es fácil de creer, y así lo cuenta la historia de la Congregación, que don Joaquín Riquelme mostró un gesto de contrariedad al comprobar que su mujer había parido una niña.
No era inusual, en aquella España del XIX, encontrarse con actitudes parecidas en militares curtidos por las guerras. Cuatro años más tarde, 20 de diciembre de 1851, la reina Isabel II esperaba su primer hijo, que sería revestido con el título de príncipe de Asturias, como heredero al trono, pero dio a luz una niña conocida popularmente como La Chata. La noche antes, a la espera del alumbramiento de la reina, aguardaban en los salones de palacio los ministros y grandes del reino que se dan cita en estos aconteci- mientos palatinos. Por fin, después de una noche de intenso frío, el rey, acompañado por su padre, por los duques de Montpensier y por Bravo Murillo, presidente del Consejo de ministros, mostró a la recién nacida en una bandeja de plata. Fue el momento de la exclamación ocurrente del viejo general Castaños, noventa y tres años, el vencedor de la batalla de Bailén contra los franceses:
–¡Mala noche y parir hembra!
Pues algo así debió barruntar el padre de María Emilia. Como todo militar decimonónico que se precie, suspiraba por un primogénito que perpetuara su apellido y como él sirviera a la patria en la milicia. Aunque el enfado le duró poco. Porque, lo iremos viendo, este soldado tiene madera de hombre de honor.
María Emilia sabía de este desplante de su padre, cuando confesó a sus monjas en cierta ocasión:
–Gracias a Dios, siempre he padecido, comencé a sufrir en la cuna. Mi padre, que tan bueno era, llevó una decepción con mi nacimiento y así no me recibió muy bien; mi pobre madre también sufrió, pero, como era tanta la bondad de mi padre y quería a mi madre con delirio, se fue contentando y queriéndome cada vez más.
Se le pasó pronto. El curtido militar, bigote en ristre, se contentó con la voluntad de Dios y, pasados los años, ya en su vejez y viudo, se sentirá enternecido por los mimos y cuidados de su hija para con él.
El matrimonio tuvo después un hijo, Joaquinillo, la esperanza del padre, que des- graciadamente morirá a los 17 años de tuberculosis.
La madre morirá antes, cuando los dos hermanos eran pequeños, María Emilia de siete años.
Quedando solos los dos, el general y su hija, no sabe bien el general las gracias que tuvo que dar a Dios por haberle dado una hija, que lo cuidó hasta que, ya maduro, mu- rió el general en la navidad de 1884 en Sevilla.
Desde entonces, la vida de María Riquelme será una búsqueda de su propia voca- ción, hasta decidirse en su ciudad de Granada a fundar una congregación con el carisma que ella buscaba.
Pero esto es ya una historia que sobrepasa este sermón.
María Emilia era de carácter fuerte para mandar, se le notaba su ascendencia pater- na de militar. Se mantenía entera en las dificultades. Todo hasta el fin. Decía que sus religiosas fueran las «Misioneras últimas, del no ser». Recomendaba a todas la humildad. Ella era mujer instruida. Escribía con más que mediana corrección, hablaba el francés con fluidez, tocaba el piano y el armonio, bordaba primorosamente y pintaba cuadros al óleo y ternos litúrgicos (casullas y dalmáticas).
Y etcétera.
¿Sabéis cómo se retrató ella?
–Toda de Dios y de sus hijas es esta pobre viejecita. Así fue, yo creo, el retrato de la hija del general.
Carlos Ros