SOLEMNIDAD DEL CORPUS CHRISTI
Evangelio: Lc 9, 11b-17
Se me ha concedido la gracia de poder compartir este Evangelio con Ustedes, que coincide con la solemnidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo, celebrada en toda la Iglesia, y muy especialmente por las Misioneras del Santísimo Sacramento y María Inmaculada, pues qué haríamos las misioneras si Jesús, no hubiera querido quedarse con nosotros, pues no existiríamos, o nos llamaríamos de otra manera, o los llamados cristianos católicos hubiéramos cedido antes las adversidades, y que hubiera quedado de la presencia de Dios entre los hombres, sabemos de la existencia de los Evangelios los cuales contienen los dichos y hechos de Jesús, y no les resto su importancia, pero la Celebración Eucarística, tiene su carácter especialísimo, pues es Dios mismo el que se hace presente en cada celebración, vuelve a hacerse presente en medio de la Comunidad reunida, y derrama sus bendiciones a todos, sin fijarse en su condición social, lengua, raza, cultura, si es o no digno o justo. Él nos enseña la compasión y la Misericordia, el perdón (el darlo y el recibirlo); Él nos vuelve a recordar sus palabras: “y estaré con Ustedes todos los días hasta el fin del mundo”.
El evangelio que se nos presenta hoy nos habla del milagro de la multiplicación de los panes, y sobre el hecho; unos dicen que la misma gente compartió lo que tenía, otros, que verdaderamente fue un milagro, y los escépticos dirán que es una exageración del evangelista. Mas sobre eso no hablaré. Sino que compartiré con ustedes, con mis limitaciones, lo que he meditado no solo ahora, sino siempre que toca este evangelio y pienso sobre lo que Jesús me quiere decir a mí, y creo que Jesús ya estaba preparándonos para lo que iba a hacer, en cada celebración eucarística, y que elementos iba a utilizar, partirse y repartirse, en las humildes especies de pan y vino, quizá para algunas culturas el pan y el vino no signifique nada, pero significaba algo para Jesús y el pueblo que se eligió como morada, y quería dejar claro, cuáles eran sus intenciones, al multiplicar los panes, vemos en este pasaje a un Dios compasivo, que alimenta y nutre a su pueblo, que Él no despide a nadie con las manos vacías, Él mismo nos invita a alimentarnos de su cuerpo y de su sangre, y hace que sus apóstoles crean en él, en las maravillas que puede realizar, que él lo que quiere lo hace.
Cuando hay confianza y aun cuando hay escepticismo, Él no nos rechaza, nosotros mismos lo rechazamos a Él, con nuestro pecado, con la pereza de hacer una buena confesión, con la pereza de vivir mi vida de pareja con la bendición de Dios, con la pereza de llevar a mis hijos a las clases de catequesis para que hagan sus sacramentos, con la pereza de cumplir con mis obligaciones de cristiano católico, y otras muchas perezas, y prefiero privarme del banquete que se me da gratuitamente, al que se me invita todos los días, o los domingos, según sea el caso, y con ello rechazo las gracias que Jesús quiere derramar sobre mí y mi familia, la sanación que este Sacramento nos vino a traer, y prefiero tomar la actitud de los apóstoles; despedir a la gente y que cada cual se procure lo suyo, que es lo más fácil y sin tanta complicación, porque mejor no decirme a mí mismo que me gana el egoísmo, la dejadez, la pereza, el dejarme llevar por lo que otros piensan o dicen sobre el hecho, en los que no tienen fe, y dejo de lado lo que la Iglesia enseña.
Alejemos de nosotros, críticas, egoísmos, juicios, pereza, infidelidad, falta de fe, etc., esto no nos ayuda, solo crea barreras. Y este Sacramento nos habla de
No nos dejemos llevar por las actitudes negativas de los demás, o las mías. Mejor sentémonos en el mejor lugar, en el mejor de los pastos, al lado de nuestra comunidad compartiendo del mejor alimento, invitándolos a la mejor de las fiestas, pues como dice la palabra: “todos quedaron satisfechos y sobro…”. La invitación esta hecha.
Carina Vargas, mss