Mateo 9,1-8

Jueves, 2 de Julio de 2020

En aquel tiempo, subió Jesús a una barca, cruzó a la otra orilla y fue a su ciudad. Le presentaron un paralítico, acostado en una camilla. Viendo la fe que tenían, dijo al paralítico: “¡Ánimo, hijo!, tus pecados están perdonados!”.  

Algunos de los escribas se dijeron: «Éste blasfema.» Jesús, sabiendo lo que pensaban, les dijo: «¿Por qué pensáis mal? ¿Qué es más fácil decir: «Tus pecados están perdonados», o decir: «Levántate y anda»? Pues, para que veáis que el Hijo del hombre tiene potestad en la tierra para perdonar pecados –dijo, dirigiéndose al paralítico- Ponte en pie, coge tu camilla y vete a tu casa.”

 Se puso en pie, y se fue a su casa. Al ver esto, la gente quedó sobrecogida y alababa a Dios, que da a los hombres tal potestad.

Nos dice el Evangelio de hoy que al Señor “le presentaron un paralítico acostado en una camilla” de esto se deduce que el paralítico, evidentemente, no vino por sus propios medios, alguien tuvo que ponerlo en la presencia del Señor (por el relato paralelo del Evangelio de Marcos (Marcos 2,3) sabemos que fueron cuatro de sus amigos), no sabemos, por el contrario, si el paralítico fue con agrado, a petición suya, o fue contra su voluntad, forzado por sus porteadores bienintencionados, a presencia del Señor, y esto es lo primero que debería llamarnos la atención, que nosotros seamos capaces de hacer lo mismo, ser como esos amigos que ponen a su amigo necesitado en la presencia del Señor. Porque el Señor siempre se hace el encontradizo con nosotros (“encontradizo¡qué palabra tan bella y tan andaluza! preguntadle a nuestra madre “¡Qué bueno es Dios! Sólo buscándole un poco se hace el encontradizo! (Mª Emilia Riquelme, “Pensamientos”, nº 21)), pero en determinadas ocasiones, es más necesario un empujón, el que dieron sus amigos al paralítico en la camilla. Todos somos responsables, vamos a decir, por igual, de la sanidad y el perdón de los pecados de nuestros hermanos, todos debemos sentirnos responsables por ello. Puede que a nuestro alrededor haya gente falta de sanación, física o interior, por sus dependencias, por sus depresiones, por su rebeldía ante una enfermedad, o por no quererse a sí mismo, por no tener fuerzas para encarar determinada situación… seamos nosotros los que les pongamos en camino, y cuando no podamos, pongámoslos, al menos, en la presencia del Señor en nuestra oración, al Señor que es “el sanalotodo de la vida espiritual y temporal” (Mª Emilia Riquelme, “Pensamientos”, nº 78)… Recordemos que ese fue el lema de la beatificación de María Emilia Riquelme “No quiero ser santa sola”, precisamente por este mismo motivo, preocuparnos por la sanación y la salvación de los demás, no tanto de la nuestra, no seamos como un “Caín” cualquiera que escurre su responsabilidad sobre sus hermanos diciendo “¿Acaso soy yo el guardián de mi hermano?” (Génesis 4,9).

¡Y qué gran misterio es el perdón de Dios! Los fariseos dicen que el Señor “blasfema” porque perdonar los pecados es un atributo divino que el Señor se arroga como facultad ¿pero es que no nos sucede a nosotros lo mismo? Muchas veces pesamos en nuestras fidelidades, nuestras rectitudes, nuestras luchas por intentar ser mejores y más coherentes y luego, leemos por ahí, o tenemos conocimiento, de cualquier testimonio de un asesino, de un borracho, de un terrorista o un preso, de un ateo, que de repente “se convierte  por un encuentro con el Señor” y a partir de entonces vive una Galilea, el lugar del amor primero, constante con el Señor… y nos da cierto regomello, y a veces incomprensión “Señor… yo siempre he sido bueno ¿y de lo mío qué?” y tiene que venir el Señor, a darnos un tirón de orejas y recordarnos que “¿no puedo hacer con lo mío lo que quiero? ¿O va a ser tu ojo malo porque yo soy bueno?» (Mateo 20,15).

El Señor sana al paralítico para demostrar que “el que puede lo más, puede lo menos”, es decir, sanar físicamente es más difícil que perdonar de corazón, porque en la mentalidad judía toda enfermedad era consecuencia de un pecado previo, a modo de castigo, y menos mal que ya hemos superado dicha interpretación de la enfermedad, la salud, la vida y la muerte, aunque aún queda gente que piensa que la enfermedad, dígase ahora esta pandemia del Covid-19, obedece a algún tipo de castigo divino, precisamente cuando la Iglesia, en el mismo confinamiento, nos estaba regalando un tiempo de gracia, de indulgencia y perdón de los pecados (Vaticano, Decreto de la Penitenciaría Apostólica, 20 de Marzo de 2020) ¿Somos o no somos los mismos necios de siempre?.

Menos mal que, el pueblo sencillo, los que no son fariseos, ni miran el pecado de los demás, ni están pendientes de buscar culpas ajenas, ante lo acontecido, dice el Evangelio de hoy la gente quedó sobrecogida y alababa a Dios(Mateo 9,8), precisamente lo mismo que nos pedía Rainiero Cantalamessa, franciscano capuchino, y predicador de la Casa Pontificia, al comienzo de la pandemia “así que ahoguemos el virus en el mar de la alabanza, o al menos intentemos hacerlo; opongamos a la pandemia, la doxología. Unámonos a toda la Iglesia que en el Gloria de la Misa proclama: «Te alabamos, te bendecimos, te adoramos, te glorificamos, te damos gracias por tu inmensa gloria». ¡Ninguna súplica, solo alabanza en este tiempo!” (Rainiero Cantalamessa, Charis, Invitación a Pentecostés de 2020), que al fin y al cabo es lo mismo que decía nuestra madre “vamos a ver si pasan las penas y entramos en una nueva era de paz y alegría, pero paz en Dios y alegría” (Mª Emilia Riquelme, “Pensamientos”, nº 355).