Mateo 22,1-14 Jueves, 20 de Agosto de 2020

Jesús habló en parábolas a los sumos sacerdotes y a los ancianos del pueblo, diciendo:

“El Reino de los Cielos se parece a un rey que celebraba las bodas de su hijo. Envió entonces a sus servidores para avisar a los invitados, pero estos se negaron a ir. De nuevo envió a otros servidores con el encargo de decir a los invitados: “Mi banquete está preparado; ya han sido matados mis terneros y mis mejores animales, y todo está a punto: Vengan a las bodas”. Pero ellos no tuvieron en cuenta la invitación, y se fueron, uno a su campo, otro a su negocio; y los demás se apoderaron de los servidores, los maltrataron y los mataron. Al enterarse, el rey se indignó y envió a sus tropas para que acabaran con aquellos homicidas e incendiaran su ciudad. Luego dijo a sus servidores: “El banquete nupcial está preparado, pero los invitados no eran dignos de él. Salgan a los cruces de los caminos e inviten a todos los que encuentren”. Los servidores salieron a los caminos y reunieron a todos los que encontraron, buenos y malos, y la sala nupcial se llenó de convidados. Cuando el rey entró para ver a los comensales, encontró a un hombre que no tenía el traje de fiesta: “Amigo, le dijo, ¿cómo has entrado aquí sin el traje de fiesta?”. El otro permaneció en silencio. Entonces el rey dijo a los guardias: “Atenlo de pies y manos, y arrójenlo afuera, a las tinieblas. Allí habrá llanto y rechinar de dientes”. Porque muchos son llamados, pero pocos son elegidos.”

Teniendo en cuenta que el Evangelio de Mateo va dirigido especialmente al pueblo judío, en su intención catequética de demostrar que el Señor es el mesías prometido y anunciado por los profetas, a su pueblo elegido, Israel, y que los judíos no supieron verlo, por su obcecación, resulta evidente la interpretación de la parábola del banquete de bodas:

Dios, Padre, bueno del cielo, “el Dios de Abraham, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob(Éxodo 3,6) que a lo largo de todo el anuncio de los profetas ha prefigurado a su pueblo como “esposa escogida”, como en las bellas palabras del profeta Isaías “te llamaré «mi complacencia», y a tu tierra, «desposada». Porque el Señor se complacerá en ti, y tu tierra será desposada. Porque como se casa joven con doncella, se casará contigo tu edificador, y con gozo de esposo por su novia se gozará por ti tu Dios» (Isaías 62,4-5) llegada la culminación de los tiempos (Cfr. Gálatas 4,4) ha preparado, por fin, el banquete de bodas prometido; en la parábola se nos dice expresamente que dicho banquete es “de bodas para su hijo(Mateo 22,2), es decir, el Señor, que por el misterio de la Encarnación “se hizo carne y acampó entre nosotros(Juan 1,14), sin embargo quienes son los invitados naturales a dicha boda, el pueblo de Israel, el pueblo judío,  “no tuvieron en cuenta la invitación, y se fueron, uno a su campo, otro a su negocio; y los demás se apoderaron de los servidores, los maltrataron y los mataron(Mateo 22,5-6) -donde los siervos asesinados han sido los sucesivos profetas que Dios ha ido suscitando en medio de su pueblo-. Por ello es que la salvación de Dios, se universaliza, dirigiéndose no sólo a su pueblo, sino a todos los hombres “de todos los caminos, buenos y malos, y la sala nupcial se llenó de convidados(Mateo 22,10).

No obstante lo anterior, hay algo que parece empañar el relato, se trata del invitado a la boda que, pese a aceptar la invitación, y asistir “no estaba vestido de forma acorde con las bodas(Cfr. Mateo 22,12) y que merece casi un trato peor que los que, de hecho, no acudieron “atadle de pies y manos, y echadle a las tinieblas de fuera; allí será el llanto y el rechinar de dientes(Mateo 22,13), y es en este punto en el que me quiero detener.

 

Si no le bastó a Israel, y al pueblo judío, con ser tales, para quedar por ello excluidos del banquete de bodas, del cumplimiento de las promesas de Dios, pese a que el Señor nos ha salvado a todos “de toda tribu, lengua, pueblo y nación(Apocalipsis 5,9), tampoco esto nos va a justificar a nosotros, si no demostramos que, pese a estar invitados al banquete (estar salvados por la pasión, muerte y resurrección del Señor), no respondemos como se merece, es decir, vestirse de forma acorde (responder con la coherencia y el compromiso de nuestras vidas).

 

En otro banquete de bodas, el del final de los tiempos, entre el Señor (el Cordero de Dios) y su pueblo definitivo, toda la Iglesia, que se narra en el Apocalipsis (19,7-9) se dice expresamente que la novia “se ha engalanado de lino fino y resplandeciente -el lino son las buenas obras de los santos” (Apocalipsis 19,8). Estas “buenas obras de los santos” son las buenas obras de sus hijos, de los hijos de la Iglesia, es decir, de todos nosotros, porque no nos bastará la fe y la gracia (la invitación de bodas), se harán precisas también nuestras buenas obras (la etiqueta con la que hemos de ir a esa boda), como acertadamente nos recuerda el apóstol Santiago “muéstrame tu fe sin las obras, y yo te mostraré mi fe por mis obras(Santiago 2,8).

 

Hay un canto que dice de la siguiente manera:

 

Ponte guapo para el Señor,

Él te mira de buena fe.

Se asomó a tu interior

descubrió lo mejor,

ponte guapo para el Señor.

 

Se observa como en este “ponerse guapo para el Señor” (ir a la boda) lo que importa no es el vestido, sino nuestra actitud y buenas obras “nuestro interior, lo mejor”. En la vida consagrada, sobre todo la femenina, es más evidente la imagen de entrega y amor esponsal, por eso es normal referirse a las religiosas como “novias o esposas” del Señor, evidentemente, cada nueva vocación se vive con la misma alegría que un banquete de bodas, María Emilia Riquelme siempre escribe a sus religiosas para compartirles esta bella noticia “son ocho las novias que tomarán pronto el santo hábito” (Carta, Barcelona 5 de Junio de 1910), y lógicamente, es normal que estén debidamente preparadas para ello “ya tengo en casa en Barcelona una pieza entera de tela para hábitos. ¡Cuánto tendremos que coser!” (Carta, Roma, 17 de Octubre de 1928), evidentemente y -como dice el refrán- “el hábito no hace al monje”, la propia María Emilia se sorprende de que, dada su pobreza, los monseñores y cardenales encargados en Roma de los papeles de la congregación las atiendan ¡no será por su aspecto!

 

Si estos señores nos atienden seguro no es por nuestra belleza. Pura ha roto su capa y con un pliegue y un remiendo pasa, y luego verde. Mi velo es un ya feo de Emilia, verde y feo y el hábito que era nuevo le ha caído de un coche la grasa de una rueda, lo he querido lavar, se puso horroroso, le he quitado los paños, los he lavado yo solita, tres horas de lavado, peor, el jabón tenía aceite o no sé yo, pringa que es un horror, esta noche la pasaré cosiendo. (Carta, Roma 3 de Julio de 1912)

 

Pero no será el ser esposas del Señor, lo que las justifica, ni la pobreza de sus votos, lo que incluye la pobreza y remiendos de sus hábitos, porque María Emilia Riquelme sabe, como deberíamos saberlo nosotros, que lo que el Señor mira, como dice la canción “no es que nos pongamos guapos para el Señor, sino nuestro interior, y que sea lo mejor”, y no pierde ocasión de recordárnoslo “lo que es preciso guardar bien vuestro silencio y recogimiento, quizá sean manías, creo son celestiales. Jesús estará contento en un pecho cuyo cuerpo esté vestidito de remiendos. ¡Oh somos pobres!, pero ricas, fuéramos quiera Dios nunca dejemos nuestros riquísimos remiendos” (Carta, Madrid, 27 de Mayo de 1924) y en otra ocasión “muy buenas obras esto es lo que Dios quiere, y obras perseverantes” (Carta, Madrid 3 de Noviembre de 1923).

 

En suma, todos hemos recibido, con nuestro bautismo, la vestidura blanca de ser hijos de Dios, que nos ha ganado el Señor resucitado “todos los que fuisteis bautizados en Cristo, de Cristo os habéis revestido(Gálatas 3,27), puede que a lo largo de nuestras vidas, por las circunstancias que cada uno de nosotros atravesemos, esta vestidura se nos estropee, se nos desgaste, se nos rasgue, o se nos manche, y que de ella ya no quede nada más que remiendos “como vivimos hermanita Manuela y yo, tan remendadito y viejecito todo, que da risa, la camisa de Manuela tiene cincuenta y ocho remiendos, la mía casi igual” (Carta, Roma, 23 de Diciembre de 1927) pero lo importante es que, al final de nuestros días, no importará lo vieja o desgastada que esté, sino que siga siendo siendo blanca, lo que sólo es posible con “las buenas obras de los santos”, es decir, nuestras obras, que son el vestido de novia de la Iglesia, y de todos nosotros,  “¿seremos capaces de buscar otra cosa que humildad, pobreza y obedecer?” (Carta, Roma, 23 de Diciembre de 1927) ¡Ah, y otra cosa! ¡Obras son amores, y no buenas razones! ¡Qué tampoco podemos blanquear nuestras vestimenta haciendo trampas con el jabón! “Respecto al jabón les diré, debieron probar si ese es bueno en realidad para lavar y se gasta poco, porque como es más caro no basta con que tenga buena cara, sino buenas obras” (Carta, Barcelona 29 de Octubre de 1927), a no ser que seamos martirizados, como todos aquellos que “han salido de gran tribulación, y han lavado sus ropas, y las han emblanquecido en la sangre del Cordero” (Apocalipsis 7,14), pero mejor que nuestras buenas obras sean muchas, aunque pequeñitas, lo mismo que nuestros padecimientos, o mini-desprecios cotidianos, pues no todos estaremos llamados al martirio “¿quién querrá ser mártir de la Eucaristía? Quizá muchas; pero empecemos a padecer humildemente cositas chicas; si no, no podremos merecer las grandes” (Pensamientos, nº 252).