Mateo 24,42-51 Jueves, 27 de Agosto de 2020
Dijo el Señor a sus discípulos:
“Velad, pues, porque no sabéis qué día vendrá vuestro Señor. Entendedlo bien: si el dueño de casa supiese a qué hora de la noche iba a venir el ladrón, estaría en vela y no permitiría que le horadasen su casa. Por eso, también vosotros estad preparados, porque en el momento que no penséis, vendrá el Hijo del hombre. ¿Quién es, pues, el siervo fiel y prudente, a quien el señor puso al frente de su servidumbre para darles la comida a su tiempo? Dichoso aquel siervo a quien su señor, al llegar, encuentre haciéndolo así. Yo os aseguro que le pondrá al frente de toda su hacienda. Pero si el mal siervo aquel se dice en su corazón: «Mi señor tarda», y se pone a golpear a sus compañeros y come y bebe con los borrachos, vendrá el señor de aquel siervo el día que no espera y en el momento que no sabe, separará y le señalará su suerte entre los hipócritas; allí será el llanto y el rechinar de dientes”.
El Señor nos dice en el Evangelio de hoy, de forma clara y concisa, que no puede llevar a engaño, ni malinterpretaciones posibles “¡Velad!”. Inmediatamente toda la familia MISSAMI sentimos que algo se remueve en nuestro interior, porque es la llamada por excelencia que nos hace María Emilia Riquelme a todos sus hijos espirituales “¡Alerta, centinela… centinela, alerta está!” (Apuntes biográficos, página 19), es verdaderamente nuestro “santo y seña”. Aunque la Palabra de Dios está viva y, por ello, cada vez nos dice algo y nos toca el corazón de forma diferente, también es palabra eterna, y aunque el calendario litúrgico nos propone estas palabras del Señor, ahora que hemos sobrepasado el ecuador del año natural, muchos podríamos pensar que… “¡Ojalá nos hubieran dicho estas palabras a principios del año!”.
Porque, en efecto… ¡Manteneos despiertos! ¡Estad preparados! En el evangelio, el Señor dice que debemos estar preparados, para cualquier tipo de evento incierto y futuro porque “no sabemos ni el día (…) ni la hora”. Si el dueño de la casa supiese que los ladrones iban a entrar, se mantendría despierto y estaría listo para proteger su casa. Si el mayordomo supiese cuándo volvería el señor a casa, se aseguraría de tener la cena lista, o al menos no estaría de fiesta e ignorando sus deberes. Nunca sabemos con certeza qué es lo que va a pasar, aunque tratamos de estar preparados -de buena voluntad- para lo que suceda, dentro de nuestras posibilidades, alertas, pero sin dejar de estar en nuestro puesto, atendiendo a nuestras responsabilidades. Si no fuera así no habría agendas, ni planificaciones, ni calendarios en nuestra vida cotidiana. Intentamos llevar nuestras vidas con ese punto de indeterminación que es el futuro. Y es que el futuro lo tenemos excesivamente sobrevalorado, decía el escritor inglés Clive Staples Lewis (1898 – ]1963) para sacarnos de esta excesiva preocupación por el futuro “hemos preparado a los hombres para pensar en el futuro como una especie de tierra prometida que alcanzan los héroes, pero no como lo que cualquiera alcanza a un ritmo de sesenta minutos por hora, con independencia de lo que haga”, no podemos permanecer atenazados por lo venidero, sea bueno o malo “acepta con igual gusto cuanto la Divina Providencia te envía, sol o sombra” (Pensamientos, nº 36). Ni siquiera, muchas veces, los profetas más sensibles, son capaces de prever los acontecimientos como le sucede, por ejemplo, al profeta Isaías cuando dice “alguien me pregunta desde Seír: “Centinela, ¿qué horas de la noche son? Centinela, ¿qué horas de la noche son?” Y el centinela responde: “Ya viene la mañana, pero también la noche. Si queréis preguntar, preguntad, y volved otra vez” (Isaías 21,11-12) que es tanto como decir, “no sé nada ahora mismo, volved mañana”.
Pero ciertamente, no estábamos preparados para la actual situación. ¿Quién podría haberse anticipado a la situación que estamos viviendo? Citando la escritura podríamos decir que “ni el ojo vio, ni el oído oyó” (Isaías 64,4) lo que estaba por venir. A principios de año nadie podía saber, mucho menos anticiparse y, para nada, estar preparados a esta situación de pandemia generada por el Covid19, aunque no sea la primera vez que la humanidad atravesase un evento de esta naturaleza “esto está muy mal de epidemia y además existe una epidemia tremenda que la gente se muere a la primera calentura” (Carta, Barcelona, 11 de Noviembre de 1914). Los cientos de miles de personas que han muerto no esperaban que esto sucediera, legítimamente tendrían sus planes de trabajo, eventos familiares como la boda de un hijo, el nacimiento de un nieto, un viaje o unas vacaciones soñadas, la expectativa de un primer empleo… No podríamos imaginar que cientos de ancianos morirían solos, sin el calor y el acompañamiento de sus familiares, pese a que muchos trabajadores de dichos centros, como un siervo fiel (al contrario que el mayordomo indolente del Evangelio de hoy), hacían todo lo posible por atenderlos, cuidarlos y darles dignidad, pese a estar sobrepasados por la situación. Qué decir del personal sanitario, o de las Fuerzas de Seguridad del Estado, de todos aquellos que se han mantenido al pie del cañón en supermercados, o labores de limpieza. Y aunque no haya habido reconocimiento oficial para ellos, también todos los sacerdotes, religiosas y religiosos, personal de CÁRITAS que han redoblado sus esfuerzos para que ni el pan de la Palabra, ni el pan de la mesa, nos falten a ninguno de nosotros, especialmente a los más necesitados, que sean dichas sobre todos ellos las palabras del Señor en el Evangelio de hoy “¡que sean dichosos!” porque como “siervos fieles y prudentes” esta situación los ha sorprendido “atendiendo a todos a su tiempo”. El mismo reconocimiento para las comunidades misioneras, que intentan evitar que situaciones tan extremas como éstas golpeen con más fuerza a los de siempre, los pobres y necesitados, en circunstancias tan adversas, por ejemplo, como en Filipinas ¡donde hay orden de disparar a matar a quien se salte el confinamiento! (Diario “El País”, Internacional, 2 de Abril de 2020). Y, finalmente, ninguno de nosotros pudo prever que íbamos a estar en casa, encerrados, por miedo a lo desconocido (una situación muy parecida a la de los discípulos antes de la resurrección “encerrados, a a puerta cerrada, por temor” (Cfr. Juan 20,19)), al menos esta situación nos ha ayudado a descubrir el mismo clima de oración y espera en que ellos estuvieron.
María Emilia Riquelme también fue golpeada por un futuro que no se anuncia, y que resulta desastroso, y arroja más incertidumbre sobre lo venidero, es lo que le sucedió cuando un incendio, en el año 1902, provocaba grandes destrozos en la Casa Madre de las misioneras, prácticamente recién estrenada y en la que había depositado tanto dinero, afanes, y esfuerzos:
La gente que estaba ayudando en el incendio le decía: “Todo señora está acabado, la casa, la Iglesia, todo ha perecido». Ella estaba adorando a nuestro Señor (rescatado del incendio y dejado en un banco del jardín) y contestó estas hermosas palabras llenas de dulce tranquilidad, palabras que nunca deben borrarse del corazón de una Misionera: «Suyo es, que él haga de lo suyo lo que quiera» (Carta, Granada, 24 de Septiembre de 1902)
Pero un golpe de lo improvisto nunca nos puede detener, nunca nos puede atenazar como para convertirnos en siervos temerosos e inutilizados por el miedo. Aunque ahora vayamos a remolque de lo que hemos tenido que aprender de la peor y más dolorosa de las formas, por lo menos sabemos más sobre la nueva situación y cómo reaccionar mejor. Mascarillas a todas horas y en toda circunstancia, higiene de manos, limpieza de superficies y distancia social que es lo que más duro se nos hace. Tratamos de ser “siervos fieles y prudentes” a las autoridades sanitarias, haciendo caso a sus recomendaciones “tenemos aquí en Granada una epidemia de viruela, hoy viene el médico a decirnos que nos debemos vacunar todas” (Carta, Granada, 24 de Noviembre de 1902), porque ese debe ser nuestro primer compromiso con el resto de nuestros hermanos, familiares y amigos, no siendo un foco de riesgo para nuestros seres queridos, o las personas que están a nuestro cuidado.
No podemos olvidar que, además, la familia MISSAMI es una familia eminentemente educativa. Mientras esto escribo no me cabe duda de que, en la medida de lo posible, se están preparando para cualquier eventualidad. Seguramente las religiosas, profesores y claustros estarán programando los horarios de los cursos como si hubiera a haber clases con normalidad, porque de eso se trata, saber que el futuro no depende de nosotros, pero no por ello podemos estar de brazos cruzados, sería asumir el papel del siervo malo del Evangelio de hoy “aquel que se dice en su corazón: el Señor tarda”, es decir, vivir de forma irresponsable ante la incertidumbre. Con esta misma responsabilidad se adelantan otras respuestas para estar preparados para aquellos de nuestros niños, jóvenes y estudiantes que no puedan asistir a clase en caso de enfermedad, sospecha o cuarentena. Y se habrá aprendido de la experiencia del curso pasado para corregir los fallos de la enseñanza a distancia, a la que todos se volcaron con responsabilidad y entrega, pese a la novedad, los problemas tecnológicos, la falta de preparación pero poniendo por encima de ello siempre la palabra dada, el compromiso por nuestros niños, jóvenes y estudiantes.
No sabemos con certeza qué pasará. Pero al menos, queremos estar preparados para lo que venga. No sabemos la hora. No conocemos el futuro. Pero no podemos permitir que el futuro, la incertidumbre, ni el cansancio, ni la desesperanza, nos atenacen y nos ganen esta batalla. No sabemos ni cuándo, ni cómo, ni modo, pero que el Señor siempre pueda decir de nosotros “¡Dichosos! Porque cualquier circunstancia, por extrema que sea, siempre nos sorprenda haciendo vuestra tarea”. En otro tiempo aciago y oscuro, como la Edad Media, la mística y vidente beata Juliana de Norwich (1342 – ]1416), durante toda una Cuaresma (Juliana de Norwich, “Revelaciones del Amor de Dios”, año 1393), no hizo sino preguntar al Señor por el misterio del mal y las desgracias en el mundo, por la presencia del pecado, y el Señor, al final, cansado de tantas preguntas y de que ella no entendiera, sólo le dijo, como resumen de toda su exposición, estas simples palabras “al final, todo saldrá bien”, quedémonos con estas palabras como asidero de nuestra esperanza, que son muy parecidas a éstas otras de María Emilia Riquelme “no te asusten las tormentas (…) la esperanza del buen tiempo se deja sentir” (Pensamientos, nº 314).