Lucas 1,67-79 Jueves, 24 de Diciembre de 2020

En aquel tiempo, Zacarías, padre de Juan, se llenó de Espíritu Santo y profetizó diciendo:

Bendito sea el Señor, Dios de Israel,

porque ha visitado y redimido a su pueblo,

suscitándonos una fuerza de salvación

en la casa de David, su siervo,

según lo había predicho desde antiguo

por boca de sus santos profetas.

Es la salvación

que nos libra de nuestros enemigos

y de la mano de todos los que nos odian;

realizando la misericordia

que tuvo con nuestros padres,

recordando su santa alianza

y el juramento que juró a nuestro padre Abrahán

para concedernos que, libres de temor,

arrancados de la mano de los enemigos,

le sirvamos con santidad y justicia,

en su presencia, todos nuestros días.

 

Y a ti, niño, te llamarán profeta del Altísimo,

porque irás delante del Señor a preparar sus caminos,

anunciando a su pueblo la salvación

por el perdón de sus pecados.

Por la entrañable misericordia de nuestro Dios,

nos visitará el sol que nace de lo alto,

para iluminar a los que viven en tinieblas y en sombra de muerte,

para guiar nuestros pasos por el camino de la paz.

Llegamos a la mañana del día de la Natividad del Señor, pues este es el Evangelio del día, que nada tiene que ver con el que se proclamará en la “Misa del Gallo”, ni en la de “Misa de la Aurora” (o de pastores), ni en la de mañana, evocando las profecías del padre de San Juan Bautista, referentes a su hijo en su papel de precursor, pero con gran cantidad de matices mesiánicos, sobre aquél al que señalaría el dedo de su hijo, marcándonos a todos el camino, al afirmar “este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo(Juan 1,29).

Se hacen especialmente cercanas, se hacen vida -en el sentido literal- las palabras que dicen que la venida del Señor es “para iluminar a los que viven en tinieblas y en sombras de muerte(Lucas 1,79) pues ese ha sido el compendio, en grandes rasgos, de todo este año marcado por la pandemia del Covid19. Hemos vivido un año de espesa niebla, equiparable a las sombras de muerte, parecidas a esa misma sensación de desazón que debieron pasar los egipcios cuando el ángel exterminador de Dios se cernió sobre Egipto “hubo llanto en todo Egipto porque, prácticamente, no había un hogar donde no hubiera un muerto(Éxodo 12,30), o esa inmensa oscuridad que envolvió el mundo al morir el Señor en la Cruz “desde la hora sexta hubo tinieblas sobre toda la tierra hasta la hora novena(Mateo 27,45), porque la ausencia de luz es oscuridad, y la oscuridad es muerte. Por si no tuviéramos suficiente con esta neblina de muerte que nos envuelve, por suerte de la naturaleza y sus propias leyes, aún tenemos que despedir el año con la “cultura de la muerte(Encíclica “Evangelium Vitae”, Juan Pablo II, Vaticano, 25 de Marzo de 1995, nº 21) que el propio hombre se procura, recién aprobada la ley de la eutanasia en nuestro país por los que se dicen nuestros gobernantes “al servicio del bien común”, que bien podrían aplicarse estas palabras de María Emilia “por tinieblas que forma Satanás, ayudando nuestra vanidad, quien sabe… llega la muerte” (Carta, Roma, 16 de Agosto de 1926).

Por eso el primer gesto de Dios, Padre, bueno del cielo, al crear la vida, al manifestar su amor, fue “separar la luz de la tiniebla(Cfr. Génesis 1,4), dando lugar al inicio del milagro de la vida, que desembocaría en el hombre, su obra maestra “y vio Dios que era muy bueno(Génesis 1,31). Un enemigo invisible nos rodeaba, llenándonos de incertidumbre, sin saber si el próximo en caer sería un familiar, un amigo, un vecino, un compañero de trabajo… Nuestras ciudades han vivido lo más parecido a la descripción que hace el profeta Jeremías, de una Jerusalén asediada, donde sus habitantes encerrados y con miedo, vagan por las calles aterrados, hasta el punto de hacerle exclamar de dolor “mucho me duele la herida de la doncella de mi pueblo(Lamentaciones 2,11), por eso ahora más que nunca, tenemos que ser luz y esperanza para este mundo tan oscuro, una esperanza sencilla, que se fundamente sólo en el Señor, seamos capaces de convencer a los demás de que “a ver si pasan las penas y entramos en nueva era de paz y alegría; pero paz en Dios y alegría” (Emilia Riquelme, Pensamientos, nº 355). Quienes me conocen, o han seguido estos comentarios con asiduidad, saben que, a lo largo de todo este tiempo, he compartido que nosotros hemos de ser “misioneros de la esperanza, heraldos del aleluya”, es una expresión muy mía y muy querida para mí, porque creo que me definen perfectamente, que me considero un optimista, un locuelo y un niño pequeño, será porque he tenido buena maestra, en la parte del carisma de la familia MISSAMI que me toca “¡Aleluya! es el grito del amor que se adelanta a la voluntad de Dios a quien ama” (Emilia Riquelme), pues imaginad cuán ha sido mi alegría, al verlas puestas por escrito, en una de las primeras crónicas franciscanas, escrita por un fraile un tanto peculiar, viajero, excéntrico, aventurero, llamado Fray Salimbene de Adán (1221 – ]1290), del que me acabo de declarar muy devoto, a partir de ahora, por la parte franciscana que me toca:

Los predicadores del «Aleluya»

Primero llegó a la ciudad de Parma el hermano Benedicto, conocido como “el fraile de la corneta”, un hombre sencillo, sin cultura, pero de verdadera inocencia y honestidad de vida. Lo vi y lo traté familiarmente en Parma y luego en Pisa. De hecho, él era  nativo del valle del Espoleto, otros dicen que de Roma. No pertenecía a ninguna religión, en el sentido de pertenencia a una congregación religiosa existente, sino que vivía solo, comprometido con agradar sólo a Dios; era muy amigo de los Frailes Menores (…) Y lo vi, varias veces, encaramado en lo alto del muro del Palacio Episcopal, que se estaba construyendo en ese momento, mientras predicaba y alababa a Dios. Comenzaba sus alabanzas de esta manera, diciendo en lengua vernácula: “¡Alabado, y bendito, y glorificado sea el Padre!”. Y los niños repetían esa invocación en voz alta. Luego repetía las mismas palabras agregando «sea el Hijo«. Y los niños de nuevo, a gritos, repetían las mismas palabras. Repetía por tercera vez, añadiendo: «sea el Espíritu Santo«. Y luego “¡Aleluya, Aleluya, Aleluya!». Después, tocaba la corneta y luego predicaba, diciendo algunas buenas palabras para alabanza de Dios, y solía terminar la predicación saludando a la Virgen con estos versos: “Ave María, clemens et pia…(Crónica de Salimbene de Adam, Fonti Francescani, nº 2652)

Esta esperanza, este ser “heraldos del Aleluya”, sólo es posible porque el Señor es nuestra luz, como él mismo nos lo dijo “Yo soy la luz del mundo; el que me sigue, no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida(Juan 8,12), como ha sido el Señor “ayer, hoy y siempre(Hebreos 13,8), desde el comienzo de los tiempos, como nos recuerda el prólogo del Evangelio de Juanla vida era la luz de los hombres, y la luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la vencieron» (Juan 1,4-5), y que en el Evangelio de hoy anuncia Zacarías de la misma forma, el Señor viene  “para iluminar a los que viven en tinieblas y en sombras de muerte(Lucas 1,79), de una vez para siempre, porque el Señor es “el sol que nace de lo alto(Lucas 1,78), y viene “anunciando a todo el pueblo su salvación(Lucas 1,77) porque el corazón del Señor no puede hacer distingos como cierto es que “el sol amanece cada mañana sobre buenos y malos(Cfr. Mateo 5,45).

La luz es vida, y la vida es el Señor; estamos a punto de recibir la gozosa noticia, como los pastores en la oscuridad de la noche (Cfr. Lucas 2,10), de que “un niño nos ha nacido, un niño nos ha sido dado(Isaías 9,6), porque un niño recién nacido es la máxima expresión de la vida y de la esperanza, como bien decía Rabindranath Tagore “cada vez que nace un niño, nos trae el mensaje que Dios aún no perdió la esperanza en los hombres”. No obstante lo anterior, cabe la posibilidad de que, no sólo no seamos capaces de recibir la luz “la luz vino a los suyos y los suyos no la recibieron(Juan 1,11), sino que permanezcamos obtusamente ciegos “porque no hay peor ciego que el que no quiere ver” como dice el refranero, e incluso, viendo la luz “porque hemos visto su estrella(Cfr. Mateo 2,2), hay quienes pretenden combatirla, porque la luz es la que descubre, como cuando ponemos un papel al trasluz, la maldad de los corazones “todo el que obra el mal aborrece la luz y no va a la luz, para que no sean censuradas sus obras(Juan 3,20), por eso los malos prefieren las tinieblas, y las sombras de muerte y luchan contra la luz, tanto como la postura de Herodes “se sobresaltó (…) va a buscar al niño para matarlo(Mateo 2,3.13), tanto como la de nuestros políticos inoperantes ante la pandemia, tanto como la recién aprobada ley de la eutanasia.

En muchas redes sociales y en internet, a veces, circula una frase que se achaca a San Francisco de Asís, sin serlo, a no ser que esté equivocado pues la he rastreado en todos los textos que he podido sin encontrarla, que dice que “ni toda la oscuridad del mundo podrá extinguir la luz de una sola vela”, que es al fin y al cabo lo que hemos de hacer nosotros, a partir de esta noche santa, motivados por el nacimiento de nuestro Señor, la luz del sol que viene a visitarnos, que nosotros seamos testimonio de la luz, para que todos crean en la luz, en el Señor, por medio de nosotros (Cfr. Juan 1, 8), para que todos los demás, apuesten por la vida y la esperanza, porque porque esta es la voluntad de Dios “que actuemos con la verdad, que vayamos a la luz, para que quede de manifiesto que nuestras obras están hechas según Dios(Cfr. Juan 3,20), como lo han experimentado, a lo largo de la historia, todas las personas buenas, o como dicen algunos, “todas las personas de luz”, todos los creyentes, santos y beatos, que nos han precedido, como María Emilia Riquelme “el Señor sólo quiere ser mi luz y mi único apoyo” (Pensamientos, nº 38).

Termina este inmenso canto de Zacarías a su hijo, Juan Bautista, como precursor, y al Señor, nuestro “sol que nos visita de lo alto(Lucas 1,78), diciendo que “guiará nuestros caminos por el sendero de la paz(Lucas 1,87) y que fue el deseo navideño, nunca mejor dicho, de los ángeles para los que asistimos al nacimiento de nuestro Señor y Salvador “en la tierra paz a los hombres en quienes Dios se complace(Lucas 2,14), por lo que, a modo de conclusión, bien nos pueden servir estas palabras de María Emilia Riquelme para felicitar la Navidad “Mira a Jesús… ¡Aquí está todo! El consuelo, la luz, la paz” (Pensamientos, nº 26).