Marcos 7,24-30 Jueves, 11 de Febrero de 2021
En aquel tiempo, Jesús fue a la región de Tiro. Entró en una casa procurando pasar desapercibido, pero no logró ocultarse. Una mujer que tenía una hija poseída por un espíritu impuro se enteró enseguida, fue a buscarlo y se le echó a los pies. La mujer era pagana, una fenicia de Siria, y le rogaba que echase el demonio de su hija. Él le dijo: “Deja que se sacien primero los hijos. No está bien tomar el pan de los hijos y echárselo a los perritos”. Pero ella replicó: “Señor, pero también los perros, debajo de la mesa, comen las migajas que tiran los niños”. Él le contestó: “Anda, vete, que por eso que has dicho, el demonio ha salido de tu hija”. Al llegar a su casa, se encontró a la niña echada en la cama; el demonio se había marchado.
Muchas lecturas pueden hacerse del Evangelio de hoy, y muchos más han sido los autores que han intentado encontrar justificación a esa respuesta, tan absolutamente fuera de lugar, del Señor, hacia la pobre mujer pagana, llamándola poco más que “perra” ¡Vamos que el Señor no superaba hoy un estricto examen de igualdad de género y trato políticamente correcto! Muchos comentaristas han explicado el texto de hoy haciendo referencia a que la enseñanza es que tenemos que insistir, ante el Señor, en nuestra oración, porque la persistencia es importante en la vida de oración, así como la mujer pagana del episodio de hoy tuvo que insistir dos veces para conseguir la sanación de su hija. Otros autores, los menos, quieren ver en este episodio, cómo la mujer pagana, con ese “zasca” que le da al Señor en toda la boca cuando le responde “también los perros, debajo de la mesa, comen las migajas que tiran los niños”, pone en crisis la identidad del Señor mismo acerca de su misión, que no debía quedar constreñida sólo a Israel, al pueblo elegido, sino a todos los hombres y mujeres, paganos incluidos.
Pero, especialmente en estos tiempos que corren, y ya que el Evangelio, como palabra viva del Señor, nos toca el corazón cada día de forma diferente. Vamos a ello. Imaginad que hemos tenido “un día de perros”, de esos de mucho correr de allá para acá, atendiendo a los mil frentes que puede tener nuestro día, según el estado de cada cual (que cada cual vaya a su párrafo):
Los seglares:
Llevar los niños al colegio, para pasar luego por el supermercado y llegar al trabajo, resoplando, con el suministro de comida toda la mañana recociéndose en el maletero del coche; comer a toda prisa porque por la tarde hay que llevar al niño al inglés, al otro al kárate y a la niña al conservatorio; todo ello perfectamente cuadrado (o descuadrado, según se mire) con los horarios de tu marido, y el trabajo de ambos, para decidir quién los lleva y quién los trae; y te acabas de dar cuenta de que esta noche te acostarás tarde porque tienes que terminar un informe del trabajo, eso sin contar con que tienes que improvisar un disfraz de árbol para el colegio ¡que el niño lo sabía desde hace una semana pero te lo ha dicho ahora! Y con tu marido no puedes contar, que el pobre está en el ordenador, imprimiendo de la WIKIPEDIA la biografía de Beethoven, que son parte de los deberes de la niña, pero que no ha podido hacerlos, en toda la tarde, porque él ha tenido el ordenador ocupado tele-trabajando.
Las religiosas:
Que has llegado tarde y resoplando a las laudes de la comunidad, porque esta mañana te has dado cuenta que el agua sale fría porque se ha roto el termo de la casa, y has sido la última en ducharte; apenas con tiempo para tirarte un café por encima y llegar somnolienta a un claustro de profesores, interminable, donde habéis vuelto a discutir, por enésima vez, los protocolos del Covid19 que cambian cada dos por tres las autoridades; para colmo de males te han encargado que seas enlace con el obispado para los asuntos religiosos, y claro, el Obispo no ha tenido más ocurrencia que organizar una videoconferencia esta tarde a la hora de la siesta ¡cómo se nota que monseñor no tiene nada que hacer!… Total… ¡Otras dos horas de reunión, programas y proyectos! Y esta noche, de nuevo en la comunidad, es tu turno de hacer la cena, porque una de tus hermanas está en la Adoración y la otra ha tenido que ir a repartir bocadillos y café caliente por la calle a los sin techo de la calle, acompañando a los de CÁRITAS.
Y por fin… ¡Por fin! Cuando arrastrando los pies te faltan dos baldosas de la acera de distancia para alcanzar el portal de tu casa, como si fuera la meta de una maratón interminable, se te acerca un pobre que te pregunta “¿tiene usted algo suelto?” ¡No me digáis que no es un milagro, y de los buenos, que después del día que lleváis, evitéis no mandarlo a la mierda de forma destemplada! ¿Se puede decir una palabrota escribiendo un comentario evangélico? ¡Bah, da igual, ya lo he hecho! Porque al final, eso es lo que pasa después de una jornada horrible, que terminamos explotando con quien menos culpa tiene.
En efecto, en el Evangelio de hoy, vemos el lado más humano del Señor, que también tiene derecho a estar cansado y con ganas de alejarse un rato de las multitudes que lo agobiaban, lo dice el texto “en una casa procurando pasar desapercibido, pero no logró ocultarse” (Marcos 7,24), es normal, sobretodo cuando estamos muy cansados, que nuestros niveles de tolerancia se relajen, nos volvemos huraños, no nos apetece tratar con nadie, menos aún que nos molesten con tonterías, que hay días que -esto los padres lo saben muy bien, que eres capaz de resolver una crisis espantosa con los niños como padre bueno, responsable y capaz… ¡y otros días que serías capaz de estrellarlos por no gustarles la merienda!– porque, admitámoslo, el cansancio nos vuelve insoportables… La propia María Emilia, tan cumplidora y estricta con las cuentas y tan amable siempre en su trato con la gente, en una ocasión, en medio de una crisis de cansancio ¡también parece estar un poco hartita por tener que pagar, y menos gracia le hace el deudor que lo reclama! “estoy muy cansada, pero os escribo sólo para deciros que espero en Dios que muy pronto recibiréis mil pesetas para pagar al cerero todo lo que se le debe, y que nos deje en paz el buen hombre” (Carta, Roma, 18 de Noviembre de 1929)
¡Vaya, pues sí que al final podemos vernos reflejados en todo esto! Tal vez por este mismo cansancio, fatiga y hartura, es que el Señor respondió a la solicitud de la pobre madre de una forma un poco brusca, muchos dirían que hasta fuera de lugar. Y no se trata tanto de que la mujer, sin achantarse, sea persistente, sino de que el Señor, casi inmediatamente, fue capaz de darse cuenta de lo brusco de su respuesta y reconducir la conversación. No sólo eso, es que, además, el Señor, pese al agotamiento físico y mental, es capaz de acoger sus palabras, e incluso, cambiar su forma de pensar.
Este episodio debe enseñarnos a nosotros que estar cansados, agobiados, hartos (ahora en los telediarios les ha dado por llamarlo con el bonito eufemismo de “fatiga pandémica”, estamos todos muy quemados ya…) es algo de lo que no podemos escapar, es una respuesta natural de nuestro cuerpo, y de nuestra mente, para decirnos ¡basta, detente un poco! y que no debemos escandalizarnos, ni asustarnos por ello, pero que, pese a todo -y esto, mucho me temo, va más allá de la enseñanza del Evangelio de hoy, sino que es una exigencia de nuestro propio carisma, de nuestro propio “ser eucaristía”- cada vez que un hermano nuestro, especialmente si nos necesita, nos aborde, tenemos que hacer el esfuerzo -no digo sobrehumano, porque el Señor era humano, encarnado, y ya vemos lo que le pasó- de atenderle, escucharle, acogerle… porque esto es lo que significa “hacernos pan por las criaturas” (Pensamientos, nº 104). Es posible que, debido a nuestro cansancio, tanto nuestra respuesta, como nuestra empatía, como nuestra ayuda no sea la mejor, ni la que hubiésemos deseado en circunstancias menos adversas pero… ¡no importa, seremos un pan duro, pero pan al fin y al cabo! porque puede que, para esa persona que nos importuna, en el peor momento de nuestro día, seamos para ella, en el peor momento de su día, “las migajas que caen de la mesa” (Marcos 7,28), porque hasta de esas migajas se puede hacer encuentro, diálogo, acogida, celebración y cercanía, aunque estemos cansados. Algo así como a María Emilia Riquelme que, en una ocasión, estando ocupadísima y hemos de suponer que tan cansada como ¡para delegar en otra religiosa su personalísima tarea de escribir! que dice “mis queridísimas hermanas: como nuestra madre está ocupadísima con los preparativos de la función, me encarga empiece esta carta” luego no tiene reparo en hacerse presente en esta misma cercanía y alegría de las migajas “estamos cenando migas y ensalada y en este momento llega nuestra Madre a la mesa” (Carta, Barcelona, 4 de Julio de 1902).