Lucas 1,26-38 Jueves, 25 de Marzo de 2021
A los seis meses, el ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea llamada Nazaret, a una virgen desposada con un hombre llamado José, de la estirpe de David; la virgen se llamaba María. El ángel, entrando en su presencia, dijo: «Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo.» Ella se asustó ante estas palabras y se preguntaba qué saludo era aquél. El ángel le dijo: «No temas, María, porque has encontrado gracia ante Dios. Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Será grande, se llamará Hijo del Altísimo, el Señor Dios le dará el trono de David, su padre, reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin.» Y María dijo al ángel: «¿Cómo será eso, pues no conozco a varón?» El ángel le contestó: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el Santo que va a nacer se llamará Hijo de Dios. Ahí tienes a tu pariente Isabel, que, a pesar de su vejez, ha concebido un hijo, y ya está de seis meses la que llamaban estéril, porque para Dios nada hay imposible.» María contestó: «Aquí está la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra.» Y el ángel la dejó.
Hoy es un día gozoso para nosotros, la familia MISSAMI, tal día como hoy, 25 de Marzo del año 1896, María Emilia Riquelme y sus primeras compañeras emitían sus primeros votos, dando lugar al nacimiento de las Misioneras del Santísimo Sacramento y María Inmaculada, cuyo 125 Aniversario celebramos hoy, feliz coincidencia que haya sido además, en números redondos, con la festividad de hoy, la Anunciación de María, o lo que es lo mismo, la Encarnación de nuestro Señor, la gozosa, alegre y definitiva buena noticia para el género humano. Me vais a perdonar que el comentario del Evangelio de hoy me haya salido un poco largo, pero, como buen hijo, cristiano y andaluz, tengo muchas cosas que decir de María. Así que… ¡Manos a la obra! Había una canción, sobre la Anunciación, que se cantaba mucho en el colegio de mi hermana, las Religiosas de la Presentación de la Niña María, y cuya letra decía así:
Era Nazaret de Galilea,
una casa humilde y una flor,
alabar a Dios es su tarea,
estaba sumida en oración.
Un ángel del Señor,
se apareció felíz:
“¿Quieres, María, ser Madre de Dios?
De gracia llena estás,
Dios se complace en ti:
¡Dime, María, dime ya que sí!
Y en este punto de la canción nos vamos a detener por el momento.
Consideremos por un momento la escena: Dios todopoderoso, por medio del arcángel Gabriel, se comunica con una simple criatura, por más selecta y escogida que fuera desde su concepción, y se abaja, hasta el punto de “pedirle permiso”. Hay que aclarar, con todo, que la escena de la anunciación, tal y como se presenta en el evangelio de Lucas, no refleja del todo esta idea de “pedir permiso”, puesto que el ángel le cuenta a María los planes de Dios, ella, tímidamente, propone una legítima y racional objeción puramente humana, el ángel se la aclara y ella asiente con la consabida expresión: “Hágase en mí, según tu Palabra” (Lucas 1, 26-38).
Sin embargo, frente a la exposición del evangelio, pareciera que ha arraigado en el sentir popular la idea de que Dios “pida permiso” a María, aunque esta idea -como hemos dicho- está bastante arraigada en en sentir y la piedad popular, parece un poco descabellada, porque lo que parece demostrarnos la escritura, es precisamente, todo lo contrario: Dios no suele ser muy amigo de exponer sus planes, consultarlos siquiera con nosotros, y mucho menos necesita de nuestra respuesta para imponer su voluntad. Así, Santo Tomás de Aquino (“Summa Theologica” Artículo 6) haciendo referencia a la voluntad de Dios, hace una afirmación, entre otras cosas, demoledora, y no era palabra suya, sino que cita directamente la misma escritura y recuerda que Dios “todo lo que Dios quiere, lo hace” (Salmo 113, 11) y como se suele decir, en el argot vulgar: “¡Y punto y pelota!”. Y es que, en lo que se refiere a la voluntad de Dios, la escritura no admite malas interpretaciones, ni pañitos de agua caliente, ni vaselinas: Dios es tan grande, y todopoderoso, que su voluntad se impone siempre, sin que tengamos nada que hacer al respecto, como pobres criaturillas que somos, hechura de sus manos. Ya lo dijo bien, el rey David “Tu Palabra Señor, es eterna, más estable que el cielo” (Salmo 119) Y en ello mismo insisten, de forma unánime, los profetas del Antiguo Testamento: “Esto dice el Señor: No se retrasarán más mis palabras; lo que diga lo haré -oráculo del Señor-” (Ezequiel 12, 28); “de antemano yo anuncio el futuro; por adelantado, lo que aún no ha sucedido. Digo: Mi designio se cumplirá, mi voluntad yo la realizo” (Isaías 46, 10).
Ante lo unánime de estas afirmaciones, es evidente, que nadie, jamás, ha osado discutirle a Dios su voluntad, o enmendarle la plana, como diría María Emilia Riquelme «callar y obedecer, y no en poco, ni en mucho, la voluntad de Dios» (Pensamientos, 307), aunque a veces, sólo a veces, nos parezca lo contrario, pensemos por ejemplo en este célebre diálogo entre Dios y el más fiel de sus siervos, Abrahán (Génesis 18, 20-38):
Después dijo el Señor: “La denuncia contra Sodoma y Gomorra es seria y su pecado es gravísimo. Voy a bajar para averiguar si sus acciones responden realmente a la denuncia”. Los hombres se volvieron y se dirigieron a Sodoma, mientras el Señor seguía en compañía de Abrahán. Entonces Abrahán se acercó y dijo: “¿De modo que vas a destruir al inocente con el culpable? Supongamos que hay en la ciudad cincuenta inocentes, ¿los destruirías en vez de perdonar al lugar en atención a los cincuenta inocentes que hay en él? Lejos de ti hacer tal cosa! Matar al inocente con el culpable, confundiendo al inocente con el culpable. ¡Lejos de ti! El juez de todo el mundo, ¿no hará justicia?” El Señor respondió: “Si encuentro en la ciudad de Sodoma cincuenta inocentes, perdonaré a toda la ciudad en atención a ellos”. Abrahán repuso: “Me he atrevido a hablar a mi Señor, yo que soy polvo y ceniza. Supongamos que faltan cinco inocentes para los cincuenta, ¿destruirás por cinco toda la ciudad?” Contestó: “No la destruiré si encuentro allí los cuarenta y cinco”. Abrahán insistió: “Supongamos que se encuentran cuarenta”. Respondió: “No lo haré en atención a los cuarenta”. Abrahán siguió: “Que no se enfade mi Señor si insisto. Supongamos que se encuentran treinta”. Respondió: “No lo haré si encuentro allí treinta”. Insistió: “Me he atrevido a hablar a mi Señor. Supongamos que se encuentran veinte”. Respondió: “No la destruiré, en atención a los veinte”. Abrahán siguió: “Que no se enfade mi Señor si hablo una vez más. Supongamos que se encuentran allí diez”. Respondió: “En atención a los diez no la destruiré”.
Pudiera parecer que Abrahán osa discutir con Dios, poner en sol fa –como se dice vulgarmente- su voluntad, que regatea con Dios como si esto fuera posible, pero nuestra interpretación de esta historia es engañosa, fuera de contexto, pues como sabemos, Sodoma y Gomorra fueron ciertamente destruídas ¿Significa esto que Dios impuso su voluntad? Hay que responder afirmativamente ¿Significa esto que la oración de Abrahán no sirvió para nada? Pudiera parecer que sí, que no sirvió para nada, al menos para las ciudades de Sodoma y Gomorra, pero si tenemos en cuenta que se salvaron de dicha destrucción Lot, con sus hijas, y siervos, sí que se escaparon con vida las diez personas que Abrahán designó. La finalidad de la escritura no es mostrarnos que Abrahán cambiara la voluntad de Dios, sino todo lo contrario, que, por medio de este largo diálogo, era la voluntad de Abrahán la que se iba conformando, aceptando, haciéndose sumisa, a la voluntad de Dios. No era Dios el que estaba complaciendo a Abrahán, sino al revés «¿Quieres complacer a Dios? No quieras más que su santísima voluntad» (Pensamientos, 28). Y es que si hay algo en lo que somos expertos, los seres humanos, pese a lo inútil que resulta, es en pretender imponer nuestra voluntad sobre la de Dios, cuando ni siquiera tenemos forma de conocerla, ya lo advierte el profeta “¿Quién conoce la voluntad de Dios? ¿Quién fue su consejero?” (Isaías 40,13) O de una forma más poética, teniendo en cuenta que Dios es el sumo hacedor, y nosotros hechura de sus manos, arcilla modelada entre sus manos, insiste el profeta en esta idea “¡Ay del que pleitea con su artífice, vasija contra el alfarero! ¿Acaso dice la arcilla al artesano: Qué estás haciendo, tu vasija no tiene asas?” (Isaías 45, 9).
Teniendo todo lo anterior presente es donde se manifiesta, en todo su esplendor el Misterio de la Encarnación de Jesucristo en María. Interrumpimos la canción con la que introdujimos este comentario en el momento en que el ángel hace la pregunta crucial “¿Quieres, María, ser madre de Dios?” y toda la creación, en este preciso instante, podemos decir sin miedo a exagerar, parafraseando a San Pablo “en el cielo, y en la tierra, y en el abismo” (Filipenses 2,10) se detuvo, conteniendo el aliento, para esperar la respuesta de María.
Pero… ¿Por qué decimos que toda la creación se detuvo? Porque Dios, desde el momento en que nos creó como seres libres y racionales, dejando toda la creación en manos del hombre, según el mandato hecho a Adán y Eva “creced, multiplicáos y someted la tierra” (Génesis 1,28) no podía estar constantemente interfiriendo en la creación, si es que quería respetar la libertad con la que nos dotó y las leyes de la naturaleza según el orden creado. Dios no puede ser, al mismo tiempo, como bien explicaron los filósofos antiguos, “el reloj y el relojero son cosas distintas, el relojero no puede quedar atrapado en su reloj”. Sin embargo dice San Juan “Dios es amor” (1 Juan 4,8) y el amor necesita, por propia definición, comunicarse, volcarse, transmitirse con toda intensidad sobre el objeto amado (que se lo pregunten, si no, a los novios que viven separados por cualquier circunstancia de la vida), y tarde o temprano este encuentro entre el amor de Dios y el objeto de su amor, la humanidad, tenía que producirse, por más que no lo mereciéramos, «si mendigas el amor de tu criatura; si buscas un pecho amante donde poder descansar; te presento yo, Señor, el mío pobre y miserable; pero ardiente, enamorado, y sin dejarte de amar» (Pensamientos, 104), y sería de tal magnitud la conmoción del encuentro de Dios con su criatura, o del todopoderoso con la nada, que necesariamente se tuvo que producir una quiebra en todo lo creado, en el preciso instante que lo infinito y lo finito se encontraron, todo se detiene en este punto de contacto, el relojero para intervenir el reloj tiene que pararlo, y este punto fue el encarnación del Señor en el seno de María.
Esta pausa de todo lo creado la refieren, por ejemplo, los evangelios apócrifos, aunque refiriéndola a un momento posterior, al nacimiento del Señor, la verdadera y definitiva irrupción de Dios en la historia, “el verbo se hizo carne y acampó entre nosotros” (Juan 1,14), mientras José, que aún no sabe la noticia, ha salido de la cueva desesperado, dejando a María sola en la cueva, para regresar a Belén buscando una partera:
Y yo, José, avanzaba, y he aquí que dejaba de avanzar. Y lanzaba mis miradas al aire, y veía el aire lleno de terror. Y las elevaba hacia el cielo, y lo veía inmóvil, y los pájaros detenidos. Y las bajé hacia la tierra, y vi una artesa, y obreros con las manos en ella, y los que estaban amasando no amasaban. Y los que llevaban la masa a su boca no la llevaban, sino que tenían los ojos puestos en la altura. Y unos carneros conducidos a pastar no marchaban, sino que permanecían quietos, y el pastor levantaba la mano para pegarles con su vara, y la mano quedaba suspensa en el vacío. Y contemplaba la corriente del río, y las bocas de los cabritos se mantenían a ras de agua y sin beber (Protoevangelio de Santiago, XVIII, 2).
Y en este preciso momento, en que toda la creación contiene la respiración, esperando la respuesta de María, bien pudiéramos hacer nuestras estas bellas palabras de San Bernardo urgiendo a María a responder:
¡Responde ya, oh Virgen, que nos urge! Señora, di la palabra que ansían los cielos, los infiernos y la tierra. Ya ves, que el mismo Rey y Señor de todos, se ha prendado de tu belleza y desea ardientemente el asentimiento de tu palabra, por la que se ha propuesto salvar al mundo. Hasta ahora le has complacido con tu silencio. Pero ahora suspira por escucharte. Tú eres la mujer, por medio de la cual, Dios mismo, nuestro Rey, dispuso desde el principio realizar la salvación del mundo. ¡Contesta con prontitud al ángel! ¿Qué digo yo? ¡Al Señor mismo en la persona del ángel! Di una palabra y recibe a la Palabra; pronuncia la tuya y engendra la divina; expresa la transitoria y abraza la eterna. Es encantador el silencio pudoroso, pero es más necesaria la palabra sumisa. ¡Abre, Virgen dichosa, el corazón a la fe, los labios al consentimiento y las entrañas al Creador! (Sobre las excelencias de María, Homilía 4, 8-9)
Y aún tuvo tiempo María de exponer una objeción, que la canción manifiesta de la siguiente manera:
¿Cómo seré virgen, siendo madre,
cómo de mi tallo brotará?
Y viene la explicación del ángel. Dios se digna, cosa rara en él, como dijimos antes, a dar explicaciones sobre sus planes:
El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te hará sombra; por eso, el consagrado que nazca llevará el título de Hijo de Dios. Mira, también tu pariente Isabel ha concebido en su vejez, y la que se consideraba estéril está ya de seis meses. Pues nada es imposible para Dios (Lucas 1, 34-37).
Caigamos, por un momento, en la cuenta de lo que Dios hace decir al ángel, en su diálogo con María “nada hay imposible para Dios”, ciertamente, Dios todopoderoso podía haber hecho las cosas de otra forma, valiéndose de todo su poder, podía haberse manifestado en medio de la creación y de la historia en cualquier forma que hubiese decidido, podría hasta jugar con nosotros, como si de una broma cósmica se tratara, actuando algo así como decía una célebre canción de los años ochenta (Alex y Cristina, Año 1987):
No soy más que tu fantasía,
tantas veces soñaste que se hizo realidad,
pero lo que tú no sabíais,
es que los sueños no se pueden dominar.
Cuando crees que me ves,
cruzo la pared, hago ¡chas!
y aparezco a tu lado.
Quieres ir tras de mí
¡Pobrecito de ti,
no me puedes atrapar!
Es decir, Dios no necesitaba para absolutamente nada el permiso de María, ni la intervención humana, ni ninguna mediación, bien pudo aparecerse, sin más, en medio de la historia ¡hago chas y aparezco a tu lado!… Cabría preguntarse entonces, en última instancia ¿por qué, para qué? Y aquí, llegados a este punto de nuestra reflexión, es donde entra el misterio de la Encarnación, que a mí se me antoja mucho más grande que el de la Resurrección, porque todos podemos concebir, y la lógica con nosotros, que Dios todopoderoso pueda resucitar a un muerto (hasta el mismo Señor, en su vida terrena, lo hizo de Lázaro ¿Acaso no iba a poder hacerlo, igualmente, Dios todopoderoso con su propio hijo, que era hombre?), pero no podemos concebir, y a la más elemental lógica es algo que no le cabe, que Dios, siendo infinito y todopoderoso, pueda hacerse el sumo pequeño y ser contenido en el seno de María, criatura limitada y finita. San Luís María de Grignion Montfort lo expresa de una forma sublime, insistiendo, con todo en que es un misterio:
Este buen maestro no se desdeñó de encerrarse en el seno de la Santísima Virgen como prisionero y esclavo de amor ni de vivir sometido y obediente a ella durante treinta años. Ante esto -lo repito- se anonada la razón humana, si reflexiona seriamente en la conducta de la Sabiduría encarnada, que no quiso, aunque hubiera podido hacerlo, entregarse directamente a los hombres, prefiriendo comunicarse a ellos por medio de la Santísima Virgen, y que tampoco quiso venir al mundo en plena madurez, independiente de los demás, sino como niño pequeño y débil, necesitado de los cuidados y la asistencia de una madre. Allí encontró Él sus complacencias durante nueve meses, realizó maravillas e hizo alarde de sus riquezas con la magnificencia de un Dios (Tratado de la verdadera devoción a la Virgen y Secreto de María, Capítulo II, 2, 139).
En palabras de María Emilia Riquelme «todo un Dios hecho humilde niño… esto enamora» (Pensamientos, 264) aunque la explicación del Misterio de la Encarnación es bien sencilla, una vez más con el salmista “todo lo que Dios quiere, lo hace” (Salmo 113,11), o si lo preferís con en esas palabras, que no admiten contestación alguna, del franciscano Duns Scoto, reflexionando sobre otro misterio, el de la Inmaculada Concepción de María, diciendo “A Dios le convino, pudo hacerlo y lo hizo” y ahora sí que podemos añadir, con los vulgares… ¡Y punto y pelota!
Pero antes de continuar con la canción, insistamos una vez más en las bellas palabras de San Bernardo que antes adelantamos “¡Responde ya, oh Virgen, que nos urge! Señora, di la palabra que ansían los cielos, los infiernos y la tierra”…. Que María pronuncie de una vez su «amén» que es «fiat» (Cfr. Oración «Amén, Aleluya») porque todos conocemos el momento en que Cristo entregó a Pedro las llaves del Reino diciendo “todo lo que ates en la tierra, quedará atado en el cielo, y todo lo que desates en la tierra, quedará desatado en el cielo” (Mateo 16,19) pero desconocemos que, previamente, antes de que a Pedro le fueran entregadas las llaves del Reino de los Cielos, se hacía preciso abrir la puerta, y esta potestad, en este momento sublime de la historia, le correspondió, por designio amoroso y misterioso de Dios, a María. Puede que Pedro administre las puertas del Reino de Dios, pero es María quien las abrió por vez primera, por medio de su “sí, quiero, hágase en mí, según tu voluntad”, es San Ambrosio de Milán quien lo refiere:
¡Bella puerta, María, que siempre se mantuvo cerrada y no se abrió! Pasó a Cristo a través de ella, pero no se abrió. Y para que aprendamos que todo hombre tiene una puerta por la cual pasa Cristo, se dice “portones alzad los dinteles, que va a entrar el rey de la gloria” ¡Con cuánta mayor razón puede decirse que había en María una puerta ante la cual se sentó y por la que pasó Cristo! Esta puerta miraba a Oriente; porque difundió verdaderos resplandores aquella que engendró al Oriente y dio la luz al Sol de justicia (Patrología Latina, Migne, 16, 320) .
Y ahora sí, que siga la canción, por fin podemos respirar tranquilos, María, responde a la invitación de Dios:
Pero si mi vida, le complace,
hágase, Señor, tu voluntad.
“¡Hágase, Señor, en mi tu voluntad!” y regresamos al punto de partida, a la voluntad de Dios, al motivo de esta enseñanza, y a nuestro compromiso para esta fiesta que hoy celebramos, que todos podamos discernir, en nuestra vida, la voluntad de Dios, para poder responder como María “que se haga en nosotros” ¿Y cuál es la voluntad del Señor? Os preguntaréis. Dios mismo nos lo explica, comparándose con la lluvia, en estas bellas palabras del profeta Isaías:
Como bajan la lluvia y la nieve del cielo, y no vuelven allá, sino que empapan la tierra, la fecundan y la hacen germinar, para que dé semilla al sembrador y pan para comer, así será mi Palabra, que sale de mi boca: No volverá a mí vacía, sino que hará mi voluntad y cumplirá mi encargo (Isaías 55, 10-11).
María viene en nuestro auxilio, una vez más, como maestra de la fe, para ayudarnos a discernir la voluntad de Dios «no debemos tener voluntad propia más que para entregársela a la Santísima Virgen; y que Ella se la dé a Jesús» (Pensamientos, 201), ella, que como hemos visto en este pasaje, acogió la Palabra de Dios en su vida, se dejó empapar por ella, y nos dio la semilla en su sazón, a su hijo, nuestro Señor y Salvador “en el suelo sobre unas pajas” (Cfr. Pensamientos, 263) y con ello nos dio el pan para comer, el pan que no falta, “hecho pan por amor a su criatura” (Cfr. Pensamientos, 104), el vino que no se gasta, la vida que es eterna, y que, finalmente, con todo su legítimo dolor de madre y con sumo desprendimiento al pie de la Cruz, dejó que la Palabra, hecha carne, regresara a Dios, preñada a su vez de nuestra humanidad, después de cumplir su encargo y haber hecho su voluntad. Que Maria, en su Anunciación, que la Encarnación del Señor, nos comprometan a estar más atentos a la Palabra de Dios, a este Evangelio del día al que tanto cariño le tenéis, por ejemplo, y que tanto os gusta leer al comenzar la jornada, porque ciertamente “luz para mis pasos es tu palabra Señor” –como dice el Salmo (Salmo 119, 105)– y que, de esta forma, la Palabra nos ayude, día a día, a descubrir la voluntad de Dios en nuestras vidas, porque «Dios nos manda que vayamos a predicar, no con sermones, no; sí, con humildad, con silencio, con abnegación completa de nuestra voluntad» (Pensamientos, 270); y hoy también, como nos comprometimos en el último Encuentro Anual de la Familia MISSAMI, al rezar las tres avemarías, especialmente a la hora del Ángelus, hagámoslo con la alegría de de gustar en cada palabra, el don y el misterio que hoy celebramos ¡Dios hecho carne, que planta su tienda en medio de nosotros! y dejadme terminar, ahora sí, invitándoos a escuchar la canción sobre la que recreado todo este comentario.