Me llamo Pablo, y junto a mi hermana Esther acabo de aterrizar en una nueva ciudad. Y digo aterrizar, en el sentido estricto de la palabra por dos razones: acabamos de aterrizar en un gran avión procedentes de África (ese continente del que dicen que tiene un cuerno) y acabamos de aterrizar en el suelo al tratar de bajar solos las escalerillas de este ingenio volador.
Hace ya dos días, sin saber por qué, la voz de mi madre sonó algo más apagada de lo habitual.
- A levantar, cariños míos. Vamos a descubrir nuevos horizontes.
Eso de los “nuevos horizontes” le sonó un poco extraño a Esther. Los horizontes más lejanos que había llegado a ver en su vida estaban en Cacuaco, a unos 18 kilómetros de Luanda, nuestra ciudad natal, por lo que eso de “nuevos horizontes” … no le terminaba de convencer del todo. Para que os hagáis una idea; entre Luanda y Cacuaco hay poco más de media hora en un coche de estos modernos de ahora o más de tres horas si vamos andando.
Daba la sensación de que todo estaba decidido; no se sabe porqué sí o porqué no pero la realidad era que, de golpe y porrazo nos encontrábamos subiendo a un avión que parecía arrastrarse por la pista suplicando para que los viajeros no tuvieran un peso… digamos… excesivo. Con nosotros, la verdad, no había demasiado problema, ya que entre los dos justamente podríamos llegar a alcanzar el peso de lo que aquí llamáis “una persona adulta”.
Durante el viaje, Esther trataba de entretenerme con sus bromas para tranquilizarme; que el avión pasaba por una turbulencia, seguro que era porque al aparato le habían entrado las ganas de bailar; que el avión descendía bruscamente, seguro que era porque sentía mucho frío al ir tan alto y había decidido bajar un poco en busca de algo de calorcito; que sonaba algún ruido en el fuselaje, seguro que era porque el avión necesitaba tirarse un…¡Pruffffff!”. Siempre he pensado que mi hermana era una “crack” pero, en este viaje descubrí que es una “requetecatacrack”, una compañera ideal.
Tras cambiar de avión en una ciudad enorme que luego me enteré de que se llamaba Madrid, llegamos a nuestro destino final: otra ciudad llamada Pamplona.
Llegamos de noche. Todo oscuro. Noche oscura. Cielo oscuro.
¡Dos luces! ¡Una ráfaga de luces!
Poco a poco fui abriendo mis ojos todavía entrecerrados por el sopor del viaje. En ese momento me di cuenta; no eran ni luces ni ráfagas. Resultaron ser los ojos desorbitados de mi hermana que no podían contener la avidez por absorber todo lo que veía a su alrededor y el brillo de sus dientes que asomaban entre unos labios temblorosos por la emoción.
Ahora ya eran cuatro luces y dos ráfagas. Mis ojos y mis dientes acababan de unirse al baile que una señora no muy mayor y que viajaba a nuestro lado parecía compartir. Por mi estatura no llegué a distinguir su rostro muy bien pero estaba seguro de que se trataba de la misma mujer que había estado pendiente de nosotros a lo largo de todo el viaje: sienes algo plateadas, rostro más bien serio aunque con una sonrisa cautivadora que, por alguna desconocida razón parecía tratar de ocultar. Además, algo parecía no funcionar del todo bien en una de sus piernas; podía andar pero … con alguna pequeña dificultad.
No tengo ganas de más viajes, ya he alcanzado mi cupo. Casi nueve horas hasta Madrid, y luego, otra hora más hasta Pamplona. Mis ojos se cierran definitivamente cuando nos montamos en un coche al que aquí llaman “taxi”.
¡Pí, pí, píííííí! ¡Menudo jaleo hay montado en la calle! Desde la ventana de mi habitación no puedo ver más que un montón de coches haciendo sonar sus bocinas porque deben de tener prisa por llegar a algún sitio. Mientras trato de imaginar adónde querrán ir, Esther entra en tromba también gritando:
-¡Pablo, corre, que llegamos tarde a la escuela!
-¿La escuela?
Esta fue la primera vez que dije una frase que luego me contaron que se decía en algún programa de televisión “Si lo sé… no vengo”.
Calcetines, pantalones, zapatos, polo… ¿Polo? ¿Eso no era un sitio en el que vivían los esquimales? Pues no. Resulta que se trata de una especie de camiseta con cuello, con unas rayas de diferentes azules y que además tiene un escudo en el que salen unos dibujos que no me son del todo desconocidos: una gran cruz apoyada sobre una letra, que yo diría que es la M y que está sobre el agua separando un sol y una luna con estrellas a su alrededor. –
-¡Corre, corre! ¡No querrás que lleguemos tarde el primer día!
¿El primer día de que? – pensaba yo para mis adentros.
Corrimos y corrimos por unas calles llenas de gente y de coches. Avanzar por allí me parecía más fácil que cuando tenía que recorrer la Avenida dos Combatentes, donde parece haber dos coches por cada habitante de Luanda.
Tras un cuarto de hora de footing llegamos a un edificio que tenía en la pared un gran escudo igualito, igualito al que llevaba en mi… polo. Era la escuela; la escuela del Santísimo Sacramento.
Una tal Eva parecía que iba a ser mi maestra a lo largo de todo el curso. Feliz y sonriente recibía a cada uno de los niños y niñas que se le acercaban. Daba igual que no fueran a ir a su clase; ella era una de esas personas de las que mi madre siempre decía que irradian una luz especial y que merecía la pena seguirla hasta donde fuera.
La verdad es que no iba a ser la única luz especial que iba a descubrir en aquel lugar tras atravesar esa primera puerta, la de “lo desconocido”. Justamente por detrás de Eva reconocí aquellas sienes blanquecinas del avión de la noche anterior y aquella pierna que, con cierta dificultad no paraba de caminar de aquí para allá.
Han ido pasando los días, los meses, los años y, aunque parezca mentira, sigo viniendo al colegio con la misma intriga, ilusión y esperanza de aquel primer día.
Muchas cosas han cambiado en todo este tiempo aunque una, callandito, callandito sigue aquí. Ahora puedo llamarle por su nombre y CONTAR LO QUE HE VISTO Y OÏDO. Esas “sienes plateadas”, esa sonrisa gozosa y risueña, esa pierna un tanto renqueante a causa de un accidente y esa mirada pendiente de dos jóvenes muchachos viajando solos en su mismo avión hace algunos años ya están plenamente identificadas.
Resulta que, allá por el año 1 966, una joven zamorana llamada Ramona marchó, llamada por el Señor, hasta tierras africanas tratando, no de buscar, sino de alcanzar el sentido de su vida, y ayudando tenazmente a que otros y otras encontraran el suyo. También resulta que, tras un desafortunado accidente que puso en peligro su capacidad para volver a andar, tuvo que volver a su país para ser operada y tratar de recuperar su salud. Con un ojo puesto en su misión angoleña y otro en su nuevo destino volvió a ponerse en pie para continuar dándose a sí misma por los demás porque, para ella, la casa de las misioneras es el mundo ya que ellas no tienen fronteras.
Yo ya he tenido la inmensa suerte de descubrir esa gran sonrisa y esos ojos que irradian bondad. También he tenido la fortuna de escuchar (y por eso lo cuento) todo lo que ha trabajado, tanto en África (Malanje, Luanda) como aquí, en el colegio de Pamplona, por el bien de los demás. He sentido lo que ha sufrido por la pérdida de más de un ser querido en fechas recientes y he sido testigo de su devoción a María y a Jesús Sacramentado. También he descubierto que tras la luz de mi maestra Eva, había un faro, mi querida Ramona, y tras ella un Sol, Jesús, que siempre, de forma callada y humilde nos acompaña en el caminar de la vida.
Por esto y por otras muchas cosas, sin pedir permiso a nadie, voy a cambiar el título de aquel programa de televisión y, sin lugar a dudas, me atrevo a decir: “Si lo sé…. vengo antes”.
Profesor
Colegio Santísimo Sacramento de Pamplona