Lucas 15,1-10 Jueves, 4 de Noviembre de 2021
En aquel tiempo, solían acercarse a Jesús todos los publicanos y los pecadores a escucharle. Y los fariseos y los escribas murmuraban entre ellos: «Ése acoge a los pecadores y come con ellos.» Jesús les dijo esta parábola: «Si uno de vosotros tiene cien ovejas y se le pierde una, ¿no deja las noventa y nueve en el campo y va tras la descarriada, hasta que la encuentra? Y, cuando la encuentra, se la carga sobre los hombros, muy contento; y, al llegar a casa, reúne a los amigos y a los vecinos para decirles: «¡Felicitadme!, he encontrado la oveja que se me había perdido.» Os digo que así también habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse. Y si una mujer tiene diez monedas y se le pierde una, ¿no enciende una lámpara y barre la casa y busca con cuidado, hasta que la encuentra? Y, cuando la encuentra, reúne a las amigas y a las vecinas para decirles: «¡Felicitadme!, he encontrado la moneda que se me había perdido.» Os digo que la misma alegría habrá entre los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierta.»
¡Uf… qué mal lo pasamos cuando se nos pierde algo! ¿Verdad? Especialmente si es algo caro o importante ¡menudo disgusto! que se lo pregunten a María Emilia “¿se ha hecho algo de la cera que parece perdida? Eran dos cajones, y de la otra de tres cajones que envié certificada ¿también se ha perdido? ¡Ah mi Jesús!” (Cartas, Madrid, 28 de Noviembre de 1923). Sin embargo el capítulo quince del Evangelio de Lucas se puede considerar como el corazón donde late el centro de la enseñanza de todo su texto: Descubrir y apreciar la misericordia de Dios, porque Lucas es el evangelista de la misericordia. Misericordia que el Señor expresa mediante toda una sucesión de pérdidas y encuentros… Se pierden las ovejas, las monedas… ¡y hasta los hijos! Pero es que, además, el Señor usa, para representar a Dios Padre, bueno, paciente y misericordioso, tres imágenes profundamente ofensivas para “los escribas y fariseos”, a saber, un pastor (una de las profesiones más denostadas de la época), una simple ama de casa (¿qué tiene de meritorio barrer la casa? ¡si esa es su tarea, las mujeres están para eso!), y un padre falto de autoridad que cede al primer chantaje de su hijo para entregarle el patrimonio en vida y dejarlo marchar (¡ningún padre judío como Dios manda hubiese permitido tal osadía de un hijo ingrato!). En estas parábolas, al contrario que en otras usadas por Lucas, lo importante no es la actitud del sujeto pasivo (que se arrepiente y da un giro dramático a los acontecimientos, como le sucede al hijo pródigo (Lucas 15,11-32), o al rico Epulón (Lucas 16,19-31)) porque en este caso ¿cómo se va a arrepentir la oveja perdida o la moneda juguetona? Lo importante es la actitud del sujeto activo, su preocupación por la pérdida, su actuar en el buscar, la alegría en el encontrar, porque así es Dios, así es nuestro padre.
Este drama de perder las cosas, aunque sean las más sencillas, como las llaves o la cartera, justo antes de salir de casa, es algo que sonará especialmente a las personas mayores, o a quienes hayan oído hablar de San Antonio de Padua como “patrón de las cosas perdidas”. Todas las tradiciones tienen su razón de ser:
Según cuenta la leyenda, San Antonio tenía un libro de salmos que, a sus ojos, no tenía precio. Todavía no existía la imprenta. Los libros se escribían a mano, en talleres en los que los monjes, literalmente, se dejaban la vista copiando textos a la luz de las velas. Pero éste era su libro de salmos, su libro de oraciones. Además, en los márgenes había escrito todo tipo de notas para enseñar a los estudiantes de su Orden Franciscana. Un novicio que ya se había cansado de vivir una vida religiosa decidió dejar la comunidad. Además de ausentarse sin permiso… ¡también se llevó prestado el salterio de San Antonio! Cuando fue a su habitación a orar y descubrió que el libro no estaba, San Antonio rezó para que lo encontraran y se lo devolvieran. Mientras tanto, el novicio ladrón que huía por el bosque se encontró con un demonio que le dijo al ladrón que le devolviera el salterio a San Antonio y que regresara a la Orden Franciscana. Lo hizo y fue aceptado de nuevo. Poco después de la muerte de San Antonio, la gente comenzó a rezar por su intercesión para encontrar o recuperar objetos perdidos o robados. Una antiquísima oración medieval, dedicada a San Antonio, dice así:
El mar obedece y los grilletes se rompen y las esperanzas destrozadas restauran los miembros, mientras que los tesoros perdidos se encuentran de nuevo, cuando tu ayuda, cualquier creyente, implora.
Aunque en el caso de María Emilia, ella tiene dos abogados mejores para encontrar las cosas, el Señor mismo “al verlo todo perdido viene nuestro Señor Misericordioso y todo lo arregla” (Cartas, Roma, 22 de Marzo de 1926) y su Santísima Madre “si sólo mirara la tierra vería casi perdido por el momento nuestro asunto, pero María Inmaculada es el todo, después de su Divino Hijo, de las Misioneras, y de Ella vendrá la vida” (Cartas, Roma, 31 de Mayo de 1908).
Lo mismo que sucede en el Evangelio de hoy, en el ejemplo de la moneda perdida, deberíamos darnos cuenta de cuántas monedas andan tintineando por el suelo de nuestras comunidades… Esperanzas perdidas, fe naufragada, pérdida de la autoestima, horizontes de futuro inciertos… ¡Hay tantas cosas perdidas a nuestro alrededor! Peor aún son tantas las personas que parecen perdidas en los tiempos que corren (y en los antiguos también, ya se quejaba en su tiempo María Emilia Riquelme “¡¡¡qué mal se halla una entre ruidos de gentes… hoy más que nunca tan desperdiciadas!!!” (Cartas, 14 de Julio de 1936)) ¡Y para este tipo de cosas no hay “Oficina de Objetos Perdidos” que valga! Baste un ejemplo, todos sabemos de gente, cercana a nosotros, que ante un golpe de la vida especialmente duro, nos comparte “no puedo volver a rezar, o ir a la Iglesia, desde entonces he perdido la fe” Si de verdad nos importan todos estos hermanos nuestros ya es hora de que nos echemos al monte, o saquemos la escoba, y encontremos su fe perdida y se la devolvamos, intacta.
Puede que nos resulte extraño, pero dentro de nuestra tarea de discípulos está también esta labor de buscar y encontrar objetos perdidos… ¿Seremos como el buen pastor que sale a buscar a esa dichosa, esquiva, descarriada (y entre nosotros, las ovejas son unos de los animales más tontos que hay, que como una se despeñe sin querer por un barranco, allá que van las otras detrás) y perdida oveja, desollándonos las rodillas y los tobillos, caminando por esos barrancos? Ahora bien, el que es pastor de verdad, y entiende esta necesidad de proteger a las ovejas, permanecerá siempre como una persona buena, fiel y comprometida “tenemos dos novicias muy monas, las dos han sido pastorcitas desde que eran chiquitísimas, de cuatro o cinco años, parecen ángeles, tan calladas y alegres” (Cartas, Barcelona 8 de Julio de 1907).
Porque no nos engañemos, desde que abandonamos la escoba para las tareas del hogar en beneficio de la aspiradora, el demonio lo tiene mucho más fácil, porque hoy la mejor imagen del mundo es la de un aspirador enorme que se traga todo lo bueno, bello y santo que encuentra a su paso… las prisas del día a día aspiran nuestro tiempo para orar y encontrarnos con el Señor… la constante emisión de sucesos y noticias escabrosas en los telediarios aspiran nuestra capacidad de sentir empatía y dolor por los demás… las tragedias que se acumulan sobre la humanidad aspiran nuestras esperanzas e ilusiones… y así constantemente… ¿Seremos capaces de arremangarnos, como la mujer de la parábola, y arrebatarle al demonio la aspiradora de las manos, abrir la bolsa, y meter nuestras manos en toda esa podredumbre, basura y polvo, para poder rescatar todo lo que la aspiradora ha robado a nuestros hermanos? Seamos capaces de recuperar, y encontrar, para nuestros hermanos, todo lo bueno, santo y bello que se ha perdido de sus vidas, todo lo que el mundo nos roba una y otra vez, da igual que sea la serenidad, la esperanza, la fe, el horizonte, la dignidad… la música, la palabra, la oración, el mensaje, el sentido de la vida, la misión, la vocación, el pan de vida…. Y sobretodo busquemos al Señor y encontrémoslo, tanto para nosotros, como para nuestros hermanos “buscad al único y en Él hallaréis todo” (Pensamientos, 17). Todos sabemos que en las estanterías y cajas de una “Oficina de Objetos Perdidos” se puede encontrar de todo… un reloj, un paraguas, una cartera, un móvil, alguna alhaja, libros, carpetas, mochilas… pero quedan aún muchas cosas pendientes de encontrar, y recuperar, entre los objetos perdidos de nuestras vidas o de las de nuestros hermanos, he ahí el reto, he ahí el pastor, he ahí la mujer y he ahí el padre.