Jueves, 9 de Junio de 2022

Juan 17,1-2.9.14-26 

Jesús, levantando los ojos al cielo, oró, diciendo: “Padre, ha llegado la hora, glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique a ti y, por el poder que tú has dado sobre toda la carne, dé la vida eterna a todos los que le ha dado. Te ruego por ellos; no ruego por el mundo, sino por estos que tú me diste, porque son tuyos. Yo les he dado tu palabra, y el mundo los ha odiado porque son del mundo, como tampoco yo soy del mundo. No ruego que los retires del mundo, sino que los guardes del maligno. No son del mundo, como tampoco yo soy del mundo. Santifícalos en la verdad: tu palabra es verdad. Como tú me enviaste al mundo, así yo los envío también al mundo. Y por ellos yo me santifico a mí mismo, para que también ellos sean santificados en la verdad. No solo por ellos ruego, sino también por los que crean en mí por la palabra de ellos, para que todos sean uno, como tú, Padre, en mí, y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado. Yo le he dado la gloria que tú me diste, para que sean uno, como nosotros somos uno; yo en ellos, y tú en mí, para que sean completamente uno, de modo que el mundo sepa que tú me has enviado y que los has amado a ellos como me has amado a mí. Padre, este es mi deseo: que los que me has dado estén conmigo donde yo estoy y contemplen mi gloria, la que me diste, porque me amabas, antes de la fundación del mundo. Padre justo, si el mundo no te ha conocido, yo te he conocido, y estos han conocido que tú me enviaste. Les he dado a conocer y les daré a conocer tu nombre, para que el amor que me tenías esté en ellos, y yo en ellos”.

Hoy es la festividad de Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote, yo no sé vosotros, pero a mí me es muy difícil imaginar el día de hoy sin acordarme de la imagen del Señor, partiendo el pan, que preside la capilla de “Cachito de Cielo” en Madrid, porque la condición sacerdotal es conditio sine qua non de nuestro carisma eucarístico. Y no me estoy refiriendo solamente a que sea necesario el sacerdocio, para celebrar la Eucaristía, culmen de nuestra vivencia eucarística y propiciar, en todo caso, fuera de ella, la Adoración, que todo esto es importante, pero es que además, el Señor nos muestra, en el día de hoy, otros aspectos en que nos podemos unir a él, a su sacerdocio eterno, y ayudarnos a vivir el carisma eucarístico.

Acaso con miedo a estropearlo con mis palabras, aunque sabiendo lo que quiero compartir con vosotros, permitidme tomar prestadas estas otras del Papa Pío XII para hacerme entender:

Muy cierto que Jesucristo es sacerdote, pero no para sí mismo, sino para nosotros, porque presenta al Padre eterno las plegarias y los anhelos religiosos de todo el género humano; Jesucristo es también víctima, pero en favor nuestro, ya que sustituye al hombre pecador. Por esto, aquellas palabras del Apóstol: «Tened entre vosotros los sentimientos propios de una vida en Cristo Jesús» (Filipenses 2,5) exigen de todos los cristianos que reproduzcan en sí mismos, en cuanto lo permite la naturaleza humana, el mismo estado de ánimo que tenía nuestro Redentor cuando se ofrecía en sacrificio: la humilde sumisión del espíritu, la adoración, el honor, la alabanza y la acción de gracias a Dios.

Aquellas palabras exigen, además, a los cristianos que reproduzcan en sí mismos las condiciones de víctima: la abnegación propia, según los preceptos del Evangelio, el voluntario y espontáneo ejercicio de la penitencia, el dolor y la expiación de los pecados. Exigen, en una palabra, nuestra muerte mística en la cruz con Cristo, para que podamos decir con san Pablo: «Estoy crucificado con Cristo» (Gálatas 2,20). (Encíclica Mediator Dei, Pio XII, 20 de Noviembre de 1947, nos 100-101)

Todos sabemos la anécdota de que, estando María Emilia Riquelme en Roma moviendo los papales para la aprobación, en un momento dado, le dijeron que “propusiera algún nombre alternativo para la congregación, en el hipotético caso de que Misioneras del Santísimo Sacramento y María Inmaculada no fuera admitido”, y que ella, con las prisas, dijo las dos o tres alternativas que se le ocurrieron, un poco de sopetón y sin pensar. Una de ellas era “Misioneras de María Víctimas de Jesús” (Cartas, Roma, 21 de Julio de 1912). Y es que, éste ser víctima forma también parte de nuestra vocación y carisma eucarísticos.

Démonos cuenta de que, como bien señala el Papa Pío XII “el Señor es también víctima, pero en favor nuestro, ya que sustituye al hombre pecador”, sabemos que la víctima por excelencia es el cordero pascual judío, que el Señor ha sustituido de una vez para siempre, como tan magistralmente nos recuerda San Pablo “el Señor no necesita ofrecer sacrificios cada día como los sumos sacerdotes, que ofrecían primero por los propios pecados, después por los del pueblo, porque lo hizo de una vez para siempre, ofreciéndose a sí mismo(Hebreos 7,27), María Emilia Riquelme nos recuerda de la misma manera este carácter sacrificial y víctima del Señor “amemos a Jesús Sacramentado víctima de amor. Abismada el alma en este Sacramento de Amor está dispuesta a todo sacrificio” (Pensamientos, 91), sin descuidar el hecho de que nosotros, de forma obediente, en tanto en cuanto vivamos, podemos de la misma manera convertirnos a nosotros mismos en sacrificio, en víctimas “presentando nuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios(Romanos 12,1), cumpliendo la voluntad del Señor –como dice el salmista “me has dado un cuerpo, Señor, para hacer tu voluntad(Salmo 40,6-8), porque en este hacernos nosotros víctimas no sólo estamos imitando al Señor “roguemos como pequeñitas víctimas” (Pensamientos, 354) y viviendo especialmente “nuestra vocación eucarística” que consiste en “amar a Jesús con delirio, hasta el martirio”, dándonos cuenta de que ello nos llevará “a la santidad más consumada” (Pensamientos, 96).

Y es que, en efecto, el Papa Francisco, por medio de su Motu Proprio “Maiorem hac dilectionem”, de fecha 11 de Julio de 2017, creaba una nueva causa por la que poder ser declarado santo en la Iglesia, consistente en “ofrecer la vida por los demás, en pro de la caridad, a sabiendas de que dicha muerte puede ser real y en un corto plazo”, sería por ejemplo el caso de enfermos que ofrecen sus enfermedades degenerativas y sus vidas por la Iglesia, o por la conversión de alguien; de quienes se contagian, por ejemplo, de una enfermedad mortal por negarse a no atender o dejar desasistidos a los enfermos; o de madres que rechazan un tratamiento de quimio o radio pensando en salvar la vida de los hijos que están gestando, que es incompatible con dichos tratamientos… Y no deben parecernos casos heroicos porque en esto también, el Señor, como Sumo Sacerdote nuestro, nos ha enseñado con su ejemplo que este camino es posible pues “no tenemos un Sumo Sacerdote incapaz de compadecerse de nuestras debilidades; al contrario, él fue sometido a las mismas pruebas que nosotros, a excepción del pecado” (Hebreos 4,15). Teniendo estos ejemplos a la vista, también nosotros podemos acceder a este camino de santidad, en tanto en cuanto, como decía María Emilia Riquelme, seamos capaces de ir ofreciendo, padeciendo, siendo víctimas de las pequeñas cosas “empecemos a padecer humildemente cositas chicas; si no, no podremos merecer las grandes” (Pensamientos, 252) y para ello os comparto, a modo de conclusión, esta belleza de oración:

 

Pequeños dolores de cabeza, pequeñas preocupaciones,

pequeños sinsabores de todos los días,

pequeñas pruebas y aflicciones…

…¡cómo se agolpan alrededor de nuestro camino!

Sin embargo, toda la vida

está formada por pequeños detalles:

Pequeñas hojas forman los árboles,

muchas pequeñas gotas de agua,

mezcladas, crean los poderosos mares.

No seamos tan impacientes, o presuntuosos,

por amor al Señor, de querer cargar con todo.

Sino que, pidámosle al Señor,

en el silencio de nuestra alma,

que nos conceda la gracia suficiente

para coleccionar con cada pequeña adversidad

una simple astilla de la Cruz.