Lucas 11,5-13 Jueves, 8 de Octubre de 2020
En aquel tiempo, dijo Jesús a los discípulos: «Si alguno de vosotros tiene un amigo, y viene durante la medianoche para decirle: “Amigo, préstame tres panes, pues uno de mis amigos ha venido de viaje y no tengo nada que ofrecerle.” Y, desde dentro, el otro le responde: “No me molestes; la puerta está cerrada; mis niños y yo estamos acostados; no puedo levantarme para dártelos.” Si el otro insiste llamando, yo os digo que, si no se levanta y se los da por ser amigo suyo, al menos por la importunidad se levantará y le dará cuanto necesite. Pues así os digo a vosotros: Pedid y se os dará, buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá; porque quien pide recibe, quien busca halla, y al que llama se le abre. ¿Qué padre entre vosotros, cuando el hijo le pide pan, le dará una piedra? ¿O si le pide un pez, le dará una serpiente? ¿O si le pide un huevo, le dará un escorpión? Si vosotros, pues, que sois malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo piden?»
El Señor narra a sus discípulos esta parábola, en el Evangelio de hoy, y en el contexto del Evangelio de Lucas, inmediatamente después de la petición de los discípulos “Señor, enséñanos a orar” (Lucas 11,1) lo que motiva que el Señor les enseñe el “Padrenuestro” (Lucas 11,2-4) , por lo que el contexto nos indica que esta parábola está relacionada con el mismo tema acerca de “cómo orar”. Como ya sabemos que los discípulos, normalmente, son bastante torpes para entender, el Señor da la clave interpretativa de la parábola, uniéndola a la oración:
Hay que orar con constancia, siendo constantes y persistentes en la oración “al menos por la importunidad se levantará y le dará cuanto necesite” (Lucas 11,8), en segundo lugar, el Señor siempre atiende nuestras oraciones, aunque nos creamos que no “quien pide recibe, quien busca halla, y al que llama se le abre” (Lucas 11,10) y, finalmente, puestos a pedir, pidamos el Espíritu Santo “vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo piden” (Lucas 11,13).
¿Y por qué hemos de pedir el Espíritu Santo como lo mejor de todo lo que podemos pedir? Porque el Espíritu Santo es el único que nos arroja de forma providente y confiada en los brazos del Señor, como bien dice San Pablo “nadie puede decir JESÚS ES EL SEÑOR si no es por el Espíritu” (1 Corintios 12,13), desde esta confesión de fe, que el Espíritu Santo hace brotar de nosotros “como fuentes de agua viva” (Cfr. Juan 7,38), nos configuramos en otro Cristo “ya no soy yo quien vive, sino que es Cristo quien vive en mí” (Gálatas 2,20) y, en consecuencia, “en él vivimos, nos movemos y existimos” (Hechos 17,38), por lo que la totalidad de nuestra vida se convierte en oración “trabajad mucho y orad más, no digo rezad, digo orad, es decir, recogimiento interior, hablar solas y a solas con dios y pensad menos en los demás y en sus imperfecciones y más en sus propias faltas” (Carta, Madrid, 20 de Marzo de 1912), la totalidad de nuestra vida se convierte en Eucaristía (más aún nosotros, familia MISSAMI, que estamos llamados carismática y vocacionalmente a vivir de esta manera) “como hostia viva, santa, agradable a Dios: tal será vuestro culto espiritual» (Romanos 12,1). Habiendo pues, de esta manera, convertido toda nuestra vida, todos nuestros actos y palabras en Eucaristía, nuestra oración se hace de esta manera ininterrumpida, tanto como nuestra respiración, o el latido de nuestro corazón, todo es para gloria de Dios, toda nuestra existencia puede ser alabanza, acción de gracias, petición y, por supuesto, intercesión.
Nosotros, la familia MISSAMI, tenemos que poner especialmente el acento en la dimensión intercesora de la oración, tanto tiempo que pasamos en Adoración Eucarística, a los pies mismos del Señor-Eucaristía, verdaderamente presente, ante su trono de gracia, tenemos una posición privilegiada para presentarle nuestras oraciones “al pie del Sagrario es donde se amasan las grandes batallas del amor de Dios” (Pensamientos, nº 85), especialmente las de los demás, por las necesidades del mundo, por todos aquellos que no vendrán a su presencia, y aunque esta sea una tarea de ángeles “asistir al Señor, estar en su presencia y presentarle nuestras oraciones” (Cfr. Tobías 12,15), mucho más podemos realizarla nosotros, que sólo somos un poco menos que ellos, como nos recuerda el Salmo “somos poco inferiores a los ángeles” (Salmo 8,5) y nos lo repite la propia María Emilia Riquelme “es semejante tu misión a la de los ángeles” (Pensamientos, nº 31), sino que, además, podemos interceder de una forma mucho más eficaz, porque como adoradores, ¡ya estamos en la presencia del Señor ante su trono de gracia!… ¿qué más mediadores vamos a necesitar entre él y nosotros? “¡cómo están los ángeles ante el Señor! Deberíamos imitar a esos mismos espíritus angélicos; puesto que, no por ellos, sino por nosotros se quedó el Señor en la Sagrada Eucaristía” (Pensamientos, nº 92).
El Señor no cesa de buscar intercesores, tristemente no los encuentra, ni nadie quiere para sí esta gran responsabilidad, es la queja que el Señor mismo le hace al profeta Ezequiel cuando le dice “he buscado entre ellos alguno que construyera un muro y se mantuviera de pie en la brecha ante mí, para proteger la tierra e impedir que yo la destruyera, y no he encontrado a a nadie” (Ezequiel 22,30), debe ser triste que el Señor quiera encontrar alguien que empatice con el dolor y los sufrimientos de su pueblo, y haga de escudo humano ante ellos, un intercesor, al fin y al cabo, y que no lo encuentre, cuando el Señor mismo se puso en la brecha por nosotros “en los días de su vida mortal ofreciendo sus ruegos y súplicas con poderoso clamor y lágrimas» (Hebreos 5,7). Un vigía, que en el altozano otee los peligros, las necesidades, los sufrimientos, las cuitas de todos nuestros hermanos y se ponga en oración por ellos ¿Acaso éste no es el sentido de las palabras de María Emilia Riquelme “Alerta, centinela…alerta está”? (Apuntes biográficos, página 19). Nosotros, como miembros de la familia MISSAMI no podemos rechazar este puesto de ponernos en la brecha y orar, por todos y en todo momento “perseverad en la oración, velando en ella con acción de gracias” (Colosenses 4,2) dice San Pablo, no hay definición más bella de un intercesor que la que da el libro de los Macabeos “éste es el que ama mucho a su pueblo, el que ora por el” (2 Macabeos 14,15), e interceder diciendo “amén” a la voluntad de Dios ante todo lo que no entendemos, y el misterio de la presencia del mal en el mundo, como alabar y dar acción de gracias “aleluya” cuando sea necesario, y entonces nos habremos convertido en personas de oración, intercesores de verdad, puentes entre Dios y los hombres, porque “cuando un alma en la tierra sabe decir “Amén”, sabe también decir “Aleluya”; entonces existe entre Dios y esa alma una unión interior inefable, y la deja en la paz más profunda que, permite a Dios decir a sus ángeles: “Ved cómo me ama” (Pensamientos, página 121). Es difícil hacerse idea del ser intercesor de María Emilia Riquelme en sus cartas, que son escritos prácticos, donde con todo, demuestra su preocupación por cada una de sus hijas, sus preocupaciones, trabajos, tareas, enfermedades, nada de las hijas escapa a una madre preocupada, aunque si hemos de conocer el espíritu intercesor de María Emilia Riquelme habría que recurrir a su diario o apuntes espirituales, aún inéditos, pero hemos de suponer que, si en lo pragmático se preocupaba tanto de sus hijas ¿cómo no iba a preocuparse por su estado y salud espiritual? como bien dice el Evangelio de hoy, si somos capaces de dar pan a nuestros hijos, ¿no nos preocuparemos de bienes mayores?, aunque a veces, María Emilia en sus cartas, transluce esta misma preocupación “nadie cree tenga yo sesenta y cinco años, Dios nos ayuda, no me conoceríais si vierais la vida metódica y rezadora que llevo” (Carta, Roma, 23 de Julio de 1912), porque no nos engañemos, interceder no es pedir por un problema, o por una enfermedad, o por las necesidades de alguien, y aparcarlo, para orar por lo siguiente, la intercesión es un ejercicio constante que persevera e insiste hasta la consecución del objetivo, como las murallas de Jericó, tantas vueltas como hagan falta para que el impedimento, el obstáculo, la enfermedad o la muerte desaparezcan; Abraham regateó con el Señor el tiempo necesario hasta arrancar con vida a unos pocos de la destrucción de Sodoma y Gomorra (Génesis 18,16-33); a Moisés tuvieron que sostenerle los brazos para que no desfalleciera en su oración intercediendo por su pueblo (Éxodo 17,11-13); el Señor mismo necesitó el auxilio de un ángel que lo confortara durante su larga oración intercesora en el huerto (Lucas 22,43 – Juan 17).
Y que no nos asuste esta tarea ingente de ser intercesores, aún por encima de nuestra indignidad, pecado o flaqueza, porque como atisbó San Pablo, en cierto modo, intercediendo “completamos en nosotros lo que falta a la pasión de Cristo” (Cfr. Colosenses 1,24) y en esta perseverancia y constancia de nuestra oración de intercesión, como el amigo insistente de la parábola del Evangelio de hoy, en esta oración intercesora que “espera contra toda espera” (Romanos 4,18), y teniendo en cuenta que, además, “no sabemos qué pedir, ni cómo pedirlo, ni lo que nos conviene”, no nos faltará nunca el apoyo “del Espíritu Santo acude en nuestra ayuda con gemidos inefables” (Cfr. Romanos 8,26).