Marcos 1,40-45 Jueves, 14 de Enero de 2021
En aquel tiempo, se acerca a Jesús un leproso, suplicándole de rodillas: «Si quieres, puedes limpiarme». Compadecido, extendió la mano y lo tocó diciendo: «Quiero: queda limpio». La lepra se le quitó inmediatamente y quedó limpio. Él lo despidió, encargándole severamente: «No se lo digas a nadie; pero para que conste, ve a presentarte al sacerdote y ofrece por tu purificación lo que mandó Moisés, para que les sirva de testimonio».
Pero cuando se fue, empezó a pregonar bien alto y a divulgar el hecho, de modo que Jesús ya no podía entrar abiertamente en ningún pueblo; se quedaba fuera, en lugares solitarios; y aun así acudían a él de todas partes.
La lepra era un asunto muy serio en Israel. En primer lugar porque era difícil que alguien pudiera quedar exento de esta enfermedad, pues, dada la escasez de conocimientos médicos de la época, la palabra hebrea “צָרַעַת, tzarah” para la lepra era tan indeterminada como que podríamos definirla como “cualquier tipo de irregularidad manifestada superficialmente”, de esta manera leproso podía ser una persona enferma de lepra, propiamente dicha, pero también de otras afecciones cutáneas menores como eczemas, psoriasis, desescamaciones, alopecia, herpes cutáneo, eritemas o sarpullidos, hasta el punto de que esta falta de perfección superficial, podía afectar a otras cosas, por eso en la escritura se habla también de la “lepra de las casas”, que es lo que hemos de suponer se trataría de una humedad, o una gotera en las paredes o en los techos, sobre todo si llegaba a dar moho y se estropeaba mucho la superficie.
Sin embargo, lo verdaderamente doloroso no era, para la persona afectada, la enfermedad en sí, sino el reproche moral que ello conllevaba, ya que sabemos que en el pensamiento judío toda enfermedad era sinónimo de un “castigo divino”, es decir, uno enfermaba como consecuencia directa de su pecado, que había atraído sobre sí un castigo de Dios. Pero en el caso de la lepra, la maldad de este argumento alcanzaba cotas inimaginables, la capacidad minuciosa de los rabinos de la época por “rizar el rizo” y exprimir la escritura hasta cotas obsesivas, les llevaba a declarar que:
El Señor castiga con la lepra los pecados enumerados en el Libro de los Proverbios (Proverbios 6,16): Seis cosas hay que aborrece el Señor, y siete son abominación para su alma: Ojos altaneros, lengua mentirosa, manos que derraman sangre inocente, corazón que fragua planes perversos, pies que ligeros corren hacia el mal, testigo falso que profiere calumnias, y el que siembra pleitos entre los hermanos. (“Vajikra Rabba”, Sección 16, folio 158, 1.2)
Podemos inferir cuán perversa es esta deducción, si una persona tenía lepra, y ya hemos visto lo extenso que es el término, se debía a que era un pecador de pecados muy graves “Ojos altaneros, lengua mentirosa, homicida, corazón perversos, con tendencia a la maldad, mentiroso y pendenciero”, por lo tanto ya estaba socialmente condenada, él mismo se había buscado su castigo. De esta manera, las personas sanas, quizás más pecadoras que todas las enfermas, podían seguir presumiendo de su justicia y su perfección ante los ojos de los hombres, mientras que a los enfermos, en general, y a los leprosos en particular, no hacía falta conocerlos como personas, preocuparnos por sus necesidades, o por el fondo de su corazón, porque ya estaban condenados, eran malditos y pecadores, sin más consideración.
Este estigma social, y moral, era tan grave, que los leprosos tenían que confinarse en lugares especiales, siempre a las afueras de las ciudades, en lugares apartados, y por supuesto, no entablar conversación, ni contacto con absolutamente nadie, hasta el punto de que, para aquellos que aún estaban en condiciones de caminar, y mendigaban su sustento, debían advertir con una campanilla o una carraca de madera su presencia, para que al resto de los caminantes les diera tiempo de apartarse del camino y dejarles paso. Una vez más la jurisprudencia de los rabinos estatuye que “el leproso que entra en Jerusalén debe ser azotado; pero si entra en cualquiera de las otras ciudades amuralladas, aunque no tiene derecho a entrar, como está establecido “que permanezca solo” sin embargo no debe ser azotado” (“Biath Hamikdash”, Maimónides, Capítulo III, Sección 8).
Es curioso hacer notar que, precisamente por todo lo anterior, en los pocos casos en que alguien sanaba de la lepra, el término que se utiliza no es “sanar” (en hebreo “רָפָא, refah”) –como sucedería con cualquier otra enfermedad, es decir, uno se sana, o se cura de un resfriado, o de una fractura, pero de las lepra no se sana, ni se cura nadie, porque dado que es una dolencia asociada a la condición de pecador del que la padecía, de la lepra no se sanaba, sino que uno “quedaba limpio” (en hebreo “טָהֵר, taher”), es decir, purificado –en el griego del Evangelio “καθαρίζω”-, tanto como certificar que Dios te había perdonado.
De esta manera, el escueto diálogo entre el Señor y el leproso del Evangelio de hoy:
– Si quieres, puedes limpiarme.
Compadecido, extendió la mano y lo tocó diciendo: “Quiero: queda limpio”.
Se entiende mejor si lo leemos de la siguiente manera:
– Señor… ¿Tú también me juzgas? ¿Soy tan malo y pecador como todos piensan?
Compadecido, le dio un fuerte abrazo diciendo: “¡Ni lo pienses! ¡Ven aquí, hijo mío!”.
Hay muchísima gente que necesita sanar de la lepra del juicio y la consideración de los demás… Hay mucha gente que necesita este gesto integrador, de acogida, del Señor, para rehabilitar sus vidas y que dejen de considerarse parias sociales, al margen de lo políticamente correcto. Y nunca ponderaremos lo suficiente el daño que nosotros podemos causar por nuestros prejuicios, que nos impiden conocer a las personas más allá de las etiquetas que nosotros les ponemos, y sí, he dicho daño, porque, no nos engañemos tampoco, muchas personas que llegan a esta falsa conclusión, de sentirse desplazados y marginados socialmente por una minusvaloración y un juicio negativo de carácter moral o social, son ellas mismas las que se esconden, se autoexcluyen, se encierran en su mundo, tal como los leprosos de antaño, pensando que ya no hay remisión para ellos. Cuantas mujeres maltratadas sufren en el silencio y la soledad de sus casas el maltrato, en la falsa creencia de que todos los demás pensaremos algo así como “es culpa suya, o ella misma se lo ha buscado”, lo que la paraliza para pedir ayuda, temiendo más el juicio social que el infierno que está padeciendo. Cuantos enfermos de SIDA, por ejemplo, se recluyen en sus casas, y reducen su vida social, porque creen que los demás pensaremos, automáticamente que “él se lo ha buscado por ser un promiscuo y un degenerado sexual”. Hay mucha gente que se rebaja, pierde su dignidad, su autoestima, por el temor al qué dirán, María Emilia Riquelme, por su parte, lo tuvo muy claro, todo lo que nos roba la paz interior, en forma de escrúpulos que nos atenazan y nos impiden crecer como personas, viene del diablo “fuera de escrúpulos y de necedades y consultas, al pan, pan y al vino, vino, y si el diablo las quiere embrollar, trabajando y obedeciendo se sale pronto y bien del paso” (Carta, Barcelona, 12 de Mayo de 1902).
María Emilia Riquelme también padeció esta lepra social, cuando en los comienzos, por las epidemias de tuberculosis en Granada, unidas a otros hechos fortuitos, murieron varias religiosas seguidas, y las malas lenguas empezaron a difundir por Granada que “ella no alimentaba bien a sus hijas, que se guardaba la llave de la despensa, que vivía como una reina mientras las demás eran sus sirvientas”… y que le supusieron una gran desbandada de religiosas, arrancadas por sus familiares preocupados, malmetidos por los rumores y la prensa local, y hasta una investigación diocesana dirigida por el obispado… y ella se decía “de Dios somos; Él saldrá por nuestra honra” (Pensamientos, nº 27) En efecto “de Dios somos”, pero todos nosotros, somos sus hijos, “hechos a su imagen y semejanza”, y nunca descubriremos que la profundidad de estas palabras es la que sustenta la dignidad de todo ser humano, y ello implica que esta dignidad es inmancillable, tanto como la dignidad de Dios, y que por eso, jamás, bajo ningún concepto, nos está permitido menoscabar la dignidad, el honor o la honra de ningún ser humano, sea como sea, y jamás el Señor cae en este error, por lo tanto no lo hagamos nosotros con tanta ligereza, como le pasó a Pedro cuando aún tenía dudas sobre la prioridad moral de los judíos, sobre los gentiles, a la hora de enfocar la actividad de la Iglesia naciente “en verdad ahora he comprendido que Dios no hace acepción de personas” (Hechos 10,34).
Y suma y sigue porque no son pocos estos leprosos de hoy en día: Hay muchos que siguen padeciendo el estigma de la incomprensión social, y el juicio moral, como madres solteras, enfermos de SIDA, homosexuales, transexuales, mujeres maltratadas, alcohólicos, drogodependientes, ludópatas… en todos estos casos es más fácil tacharlos de pecadores, porque en comparación con todos los demás, y según los prejuicios de cada cual, puede que también con nosotros mismos, “si están en tales circunstancias es porque ellos mismos se lo han buscado, la marginación es fruto de su propia vida, de sus propias opciones personales, en suma, de su propio pecado”, y el número crece si, como sucedía con la lepra de antaño, que valía lo mismo para una lepra que para un simple eczema, hacemos crecer el círculo de la exclusión social a los inmigrantes, a la gente de color, a los gitanos, a los musulmanes, a los pobres, los parados, los delincuentes, en suma, a todos los que no entran en nuestra errónea definición de perfección social.
Lo que tenemos que aprender del Evangelio de hoy es tan sencillo, a la par que tan difícil, que reproducir en nosotros la actitud del Señor ante todos estos colectivos estigmatizados, marcados y excluidos de nuestro entorno, “compadecido, extendió la mano y lo tocó” (Marcos 1,41), en este caso fue el leproso el que tuvo el valor de abordar al Señor “se le acercó, suplicándole, de rodillas” (Marcos 1,40), lo que le permitió al Señor sanarlo y acogerlo, por lo que todo el mundo tiene derecho a ser acogido, abrazado, amparado y protegido, en este caso, como bien decía María Emilia Riquelme, el leproso obtuvo todo ello porque se atrevió a salir al encuentro del Señor “¡Qué bueno es Dios!; sólo buscándole un poco se hace como el encontradizo” (Pensamientos, nº 27); pero son muchos más los que viven atenazados por el miedo “al qué dirán” que ni siquiera se atreverán a dar el paso, para estas personas tenemos que ser nosotros los que, como el Señor, salgamos a su encuentro, los saquemos de su error, y hagamos que se sientan –insisto- acogidos, abrazados y protegidos.
Hay una variante del milagro de la sanación que nos narra el Evangelio de hoy, pese a que es un episodio común a los tres evangelios sinópticos (Mateo, Marcos y Lucas), que demostraría el proceso de transmisión oral previa de las palabras y hechos de Jesús, y que se irían recordando de distinta manera en las primeras comunidades cristianas, aunque manteniendo lo esencial, hasta que se fijaron los textos por escrito en los evangelios canónicos que actualmente reconocemos como tales, y que aparece narrada de la siguiente manera (en el llamado Papiro Egerton, datado en torno a la segunda mitad del Siglo II) y que narra de la siguiente manera:
Y un leproso se acercó y le dice “Maestro, Jesús, por viajar y comer con leprosos en la posada yo también me he contagiado de lepra. Si tú quieres puedes curarme”. Y el Señor le dijo “Quiero, cúrate” E inmediatamente la lepra le dejó. Y Jesús le dijo: “Anda, ve y muéstrate a los sacerdotes y haz la ofrenda que fue estipulada por Moisés, y no peques más”.
Casi pareciera más un relato del bueno de Lucas, tan empeñado en mostrarnos la misericordia de Dios a lo largo de su evangelio, porque, como podemos notar, en primer lugar, el leproso de este relato no lo es por pecador, como hemos dicho antes en la mentalidad judía, sino que es leproso precisamente por compartir la suerte y la vida “viajar y comer con leprosos en la posada” de los que son leprosos de verdad (es decir, los pecadores), por lo que denota la idea de solidaridad, empatía, acogida y cercanía, por lo que al final ha terminado compartiendo el mismo destino “yo también me he contagiado de lepra”, lo que vendría a suponer el compartir la misma marginalidad, reproche y condena.
Que no tengamos nosotros pues, miedo, a juntarnos, compartir nuestras vidas, con todos los leprosos, marginados, parias o periféricos, “los descartables de la sociedad” –como tanto le gusta esa expresión al Papa Francisco, del entorno que nos rodea, porque ahí es donde se manifiesta la misericordia del Señor, como dice el Evangelio de hoy “se compadeció”, igual que el Señor “extendamos la mano y toquemos” la humanidad de estos hermanos nuestros… ¿Y qué más dará que me tachen de homosexual por juntarme con ellos? ¿O que me tachen de prostituta por andar en medio de ellas? ¿Qué dirá la gente si paso mi tiempo entre gitanos, moros o negros? ¿Se enfadarán mis vecinos, o no me entenderá mi familia si abro mi casa para acoger a una joven madre soltera?… pues no pasará nada, porque como dijo San Pablo “me hice gentil con los gentiles, judío con los judíos, por ganar alguno para el Señor” (Cfr.1 Corintios 9,21) Es muy fácil, y doloroso, lo hemos visto estos días, contagiarse de una enfermedad, como el Covid19, ni siquiera lo logramos evitar “con distancia social” como piden los expertos, pero es muy difícil contagiarnos de todas estas lepras sociales, porque para ello hay que involucrar la vida, hay que tocar, hay que acercarse a estas realidades y esto “nos lo pide el Señor crucificado” (Pensamientos, nº 142).